jueves, 3 de mayo de 2012

“EL ALMA COLOSAL DEL PAISAJE”


El azar, más frecuentemente de lo que parece, es una constatación de nuestros pensamientos o deseos, ya sea para negarlos o para clarificarlos. Más feo y sentimental que de costumbre, por su mano, me hallé de pronto caminando por reforma, mis pasos ahogados por la tarde hacían de mi calzado una piltrafa ambarina que se iba extendiendo por todo aquel prodigio de luz que pronto desaparecería.
No supe por qué había llegado allí, la verdad sólo quería perderme un par de horas, caminar por las calles menos transitadas, moverme con la misma pereza con que los árboles prodigaban sus últimos verdes o las cortinas de alguna casa, por la que yo pasaba, se corrían lentamente y alguien, quizá, me observaba desde su penumbra como si fuera un sujeto digno de análisis científico o con un arrebato de amor, de esos que duran tan sólo un parpadeo y que a mí me han salvado tantos días de mi vida. Pero ya me estoy desviando demasiado de lo que el azar me deparaba.
Mi caminata fue cercenada por los restos de un gran naufragio que se abría ante mí. La luz descendía como un surtidor sobre aquellos restos decapitados, resaltando las líneas de su perpetua tristeza o nostalgia –no sé, es tan difícil definir un rostro; pero al mismo tiempo, había una especie de conformidad en ellos, de destino aceptado, un rescoldo de alegría, quizá, que yo veía sobre todo en sus ojos.
Entré en silencio donde se encontraban, como si ingresara a un templo de dioses muertos y abolidos, un templo que era más un mausoleo despojado de cualquier arquitectura, no había nada de ornato allí, sólo la constatación de otro tiempo. La homilía era dada por el aliento embrutecido de la naturaleza y por el silencio que me negaba a quebrar y al mismo tiempo me aplastaba.
Las monumentales cabezas encalladas sobre el pavimento formaban un triángulo y sus tres diferentes gestos señalaban el origen, el transcurso o el final de su tragedia. No eran de bronce, no, ni de acero, pero el tacto tan acostumbrado a la carne y a las cosas forjadas por el hombre no podía sentir otra cosa. En pocas palabras, no eran de metal alguno, porque sus formas orgánicas contaban de árboles nunca vistos, de maderas tan fuertes como el oro, pero despojadas de cualquier codicia que podría imaginar el hombre.
La primera, parecía confundir sus ojos con los del ocaso y sus lágrimas con aquella luz del horizonte, hubo un momento en que dudé si aquellas gotas en su rostro se quedaban fijas en las fronteras de sus lagrimales o se derramaban por todo lo largo de los pómulos, para después descender por sus labios entreabiertos que parecían querer vencerse al goce del último aliento, en consonancia con el final del crepúsculo; al mismo tiempo, la mirada impalpable se desvanecía en una especie de añoranza, en algo que aquella gigantesca cabeza parecía observar en el horizonte y que yo, por respeto, preferí no mirar.
La segunda cabeza parecía derramarse como un río, como un alcatraz de agua en la dejadez absoluta de la vida. Al verla, recordé que en la tristeza y en la orfandad también hay erotismo y no sólo muerte. Para ella el tiempo estaba en sus ojos, en el ayer, porque hacia allí se encontraba mirando, pero todo era un cauce, y ya lo decía un filósofo: nadie se baña dos veces en el mismo río; y por ello lo suyo era pasar siempre, era recuerdo y ausencia.
La tercera cabeza se hinchaba como si tuviera el poder de domeñar la volubilidad del viento, éste era lento y reconcentrado, amoldándose a todo sin ser nada, como el vidrio soplado o como el metal en la fragua antes de quedar clarificados en una forma, antes de ser certeza, instante concluido. Pero apenas podía con esa ligereza que la hacía elevarse a pesar de que sus pensamientos eran, de las tres cabezas de aquel naufragio, los más fincados a la tierra, a ese momento que transcurría y que, como la tarde, cerraba al fin sus ojos y soñaba en que estaba soñando en aquel sueño hecho de presentes, de ahoras y por ello el paisaje onírico aparecía ante ella como una ceguera, como un papel en blanco, pues el presente no se puede dibujar, ni añorar; quizá, era eso precisamente lo que añoraba: al propio sueño; que está hecho de pasados y deseos y por ello se encontraba en ese rictus de dolor erguido, sin terminar de caer o por fin elevarse del todo.
Yo, purificado por aquella magnanimidad, -quizá más grande por encontrarla quebrada, cercenada-, por su sacrificio, por su añoranza y por su tozudez, me adentré al fin al ruido de la noche, a su garabateado juego de luces, con un crepúsculo aún ardiendo en mis sentidos que gobernaba, con mano firme, el tanteo azaroso de mis pasos que parecían dictarme el ritmo de unos versos de Enrique González Martínez: Busca en todas las cosas el oculto sentido, lo hallarás cuando logres comprender su lenguaje; cuando sientas el alma colosal del paisaje y los ayes lanzados por el árbol herido…

1 comentario:

  1. Es una ventaja de andar de vago: encontrarse por azar con una imagen o un momento medio contemplativo que se convierte en experiencia poética. Esos versos de González Martínez encierran todo el sentido.Y qué bueno que fueron tres cabezas, porque de haber sido dos, y conociendo tu vaguez mi interpretación hubiera sido muy distinta ajajaja!

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