jueves, 9 de enero de 2014

LAS LUNAS DE JÚPITER



Hoy he querido escribir todo el día y me he negado, la pereza de hurgar en mi mente me ha hecho tumbarme todo el día en el sillón viendo programas malos, prescindibles, quizá lo más relevante del día fue leer Las lunas de Júpiter de Alice Munro.

Hay veces que me siento como en uno de sus cuentos, como si muy en el fondo, sin digerirlo del todo, es más sin hacerlo consciente, oculto en la raíz de mi ser, el drama de mi vida floreciera. Es como en esos relatos de la Woolf donde de pronto unas flores o cierto objeto hacen más patente el color del mundo que se nos escapó de las manos que cualquier palabra.

La vida está constituida de minúsculas tragedias que muchas veces ni les prestamos atención pero que a la larga van moldeando la forma: venturosa, temeraria, miedosa; con que nos movemos por el mundo, la manera en que lo hacemos nuestro, o al contrario, el modo en que termina devorándonos.

La cuentística de Munro precisamente capta esas tragedias sin aparente importancia, como de paso, como si miráramos una de tantas tardes o nuestro rostro en el espejo como todas las mañanas, pero algo ha sucedido, algo cambió, se rompió al fin.

   Alice nos hace estar presente en el momento en que se quiebra el hueso del destino, en que se pierde la ingenuidad del mundo, en que accedemos a la desnudez consciente de nosotros mismos, a la orfandad más cruda. 

      Su escritura nos describe un instante descarnado, nos muestra nuestra fragilidad; para Munro la vida siempre está en movimiento, es acción, nunca lenguaje, al menos no uno que se pueda asir ni conceptualizar porque la vida se aclara en lo que no se dice, en lo que bosquejan las palabras pero sin ir más allá de sus contornos.

Su estilo es de sombra colorida, pero sombra al fin y al cabo. Pues no se puede encasillar la vida en unas palabras, no se puede dar un nombre al dolor, a la derrota, a la esencia de todos los fracasos; como tampoco se puede describir el momento de la iluminación, porque éste es un destello, un instante que nunca se aprehende, sólo se vive, no podemos poseerlo, el tiempo y la vida son los que realmente nos hacen suyos. Nosotros no poseemos ni el aire que respiramos.

En sus narraciones lo que tenemos siempre es la mirada de un viaje que, avanzando hacia el presente, no deja de mirar al pasado; hacia ese momento de ruptura que si no sabemos ver lo que observa x o z personaje se nos va, nos deja sólo con una sensación de malestar, de haber estado justo en el centro de la revelación, de haberla sentido, pero sin llegar a articularla, sin saber qué fue ese algo que hará posible la vida del personaje más allá de lo escrito por la propia Munro. Y de nuestra propia vida, porque el malestar se queda en nosotros, la anagnórisis también nos compromete ante el mundo y sus destinos; finalmente, también nosotros somos un personaje más.

            Este viaje a la semilla, es la rememoración de una genealogía espiritual y física de una buena parte no sólo de la historia personal de la propia Alice o de sus personajes o del “alma canadiense”-como apunta la crítica sobre su obra-, sino del ser humano mismo que asimila su pasado o al menos deja de negarlo para poder conformar y confrontar su presente como en el cuento de "Los Chaddeley y los Fleming".

            El acierto de la escritora es mostrarnos la orfandad de sus personajes no en una habitación cerrada y a solas, sino en el espacio de mayor desnudez: la vida pública; sí, teatro de máscaras que bajo sus palabras develan tanto el artificio del disfraz como aquello que sin querer ocultan; pues ni los personajes mismos tienen plena consciencia de quiénes son, ni siquiera nosotros lo sabemos al terminar de leer sus historias; porque viven igual que nosotros, son proyectos de vida, pestañeos de realidad que nos dejan en zozobra y pensando no sólo en qué será de ellos al acabar de leer el cuento donde están confinados, sino de nosotros mismos ante las incertidumbres del futuro.

            Nada está fijo, todo fluctúa hacia lo indeterminado. Por ejemplo, a dónde van a parar, cuál es la conclusión de las historias y los misterios de esos limpiadores de pavos en el cuento "La temporada de pavo"; qué nos quiere decir la sangre en sus delantales, sus dedos hinchados y rojos y esa charla de lavadero necesaria para amortiguar el oficio; qué ocultan las manchas que saltan de las páginas y que sentimos en nuestras propias playeras, en el tacto que de buenas a primera se torna pegajoso, se ennegrece; o esta frase tan descontextualizada aquí: “a menudo la mejor carne es la de los cojos”; qué nos quiere decir.

Sus cuentos nos arrojan un alud de preguntas que siempre son respuestas veladas. Su sabiduría es la de la fábula sin moraleja. En el mismo cuento que he citado, uno de los personajes dice: “Aún quisiera saber cosas. No importan los hechos. Tampoco importan las teorías”. Saber es la esencia de la cuentística de Munro, es su motor; pero el saber es intrínseco a contar, está en el acto mismo, contar es saber y conocer; el descubrir es una sospecha, nunca una certeza; porque la respuesta es la historia dada con todos sus silencios e incertidumbres, con aquello que jamás tendremos porque nunca fue ni será escrito nunca.

La revelación, el conocimiento del ser del hombre, aquello que no se puede expresar más que en el arte verdadero están escritos en cada uno, o por lo menos, en todos los cuentos que he leído de ella.

Por ello, leer a Alice hace que esté orgulloso de mi oficio, que piense que el mundo no está tan mal del todo; o si lo está, su escritura es un buen comienzo para encontrar las piezas que hacen falta para que las cosas marchen, o al menos señalar las que es necesario cambiar o ajustar un poco. Mi consejo es que lean a la Munro; o quizá para estos tiempos sea mejor uno menos exigente: por favor lean algo; y si es buena literatura, que es aquella que los haga vibrar, mucho mejor.