lunes, 30 de septiembre de 2013

BARCO DE PALABRAS




Después de un largo viaje por fin una luz muy, muy amplia de cielo abierto y banderas blancas me baña. Camino descalzo, siento el pasto bajo mis pies y el cosquilleo de alguna distraída hormiga. Un sicomoro se agita equilibrando al viento, los olores del naranjo refrescan el estanque, la guayaba llena el jardín en la estridencia de su mujeril orgía; ecos, ruidos y sombras brillan y pulen y engrandecen la diminuta selva. Al fondo, sentado en cuclillas, me llama; él, como Buda, hace vibrar la campana de la tarde. Su voz es un odre de oro, una mesa bien dispuesta y abastecida. Los pájaros agitan el color de sus vuelos en su bigote. En la mano sostiene una tacita de porcelana y el café brilla en su acidez y se eleva en volutas de sueño hacia otro sueño. Me invita a sentarme. Hola, Álvaro, le digo.

Pero a pesar de las presentaciones la plática es como un viejo juego de ajedrez, avanzamos como tortugas enormes, como ruedas sin sendero entre laberintos de viajes o de recuerdos, de calles que tienen perfiles de sal, de cantos dejados en alguna orilla del alma. Arrojamos guijarros de pensamientos, de oraciones o simples ideas que el otro completa, sobre todo él, para hacer justicia.

Bebíamos lentamente, el olor del café nos invadía la lengua y Mutis me hablaba de África y de Conrad y de tantos marineros que terminó por marearme. Al mojar sus bigotes en el café su voz se anegó de un gran silencio marino, de una brisa y de un horizonte que me recuerdan la primera vez que vi desde la carretera la bahía de Acapulco.  Sentí cómo los mares de las eras trenzaban sobre mí su ímpetu, todo el ruido de sus aguas me humedecían por entero, la lengua tenía un regustito a sal y arena hasta que fui sepultado en los naufragios que los ojos de Mutis dejaban correr. Cuando la saudade me había acariciado por entero, de súbito, rompió el silencio: el agua y la mujer son los dos grandes temas del marinero y de la añoranza; y siguió mirando muy alto y muy lejos y muy hondo para mí mientras susurraba algo para él mismo. Yo reconcentraba mis ojos en el jardín y en sus panteras que se deshacían de amor y morían infinitamente como las estrellas o las historias que ya no se recuerdan y al ser hiladas de nuevo nacen por primera vez, son otras sin saber que siempre serán las mismas, que desde la noche de los tiempos han estado allí.

En su nariz el tiempo se aquilataba, él pedía, no reposo en ese mutis, sino la acumulación de todo el pasado, de todos los mares que se derramaban por todo su ser; las horas corrían infatigables y Álvaro al fin me miró fijamente mientras la mitad de su rostro se perdía en la taza. Lo acompañé con un trago similar, menos hecho, más acaudalado, tanto así que derramé unas gotas en mi camisa blanca. El imperio anda perdiendo el gentleman, me dijo; y con el dorso de la mano se limpió la boca y se miró la pedrería ámbar del café que se escurría por su piel, después sonrió ancho y agitó su brazo salpicándome la claridad del traje que no pudo hacer otra cosa que reírse de mi estirada pose.

Las historias siguieron su marcha. En sus ojos una cartografía pasó, un mundo, la vida de un hombre, de uno sólo, que podría ser la de cualquiera, se iban extendiendo por el pasto y por la selva que nos rodeaba, sentí la sombra de una espada tras de mí, el suicidio de mil ballenas para sustentar la locura de un capitán, alguien desde un espejo nos miraba con nuestros rostros, a otro el mar le había ofrecido sus aguas de casa y un mapa esperaba ser al fin encontrado...

Yo muy inglés, de traje blanco de lino y pañuelo rojo, tomaba en mi tacita de lunas blancas un cuento azul y alfombras voladoras y mareas y monstruos y pájaros de lava. Nos acordamos de las mil y una noches y de Borges, pero al llegar a Gabriel García Márquez y a su Macondo miró mi fastidio y los dos recordamos, para apaciguar las aguas, una carta que Alfonso Reyes le mandó a Carballo sobre la importancia de la comprensión y rememoramos esa parte en que comprender es también perdonar tanto para jóvenes como viejos y con un apretón de manos dejamos al comedor de mangos dormidito en su hamaca para bien de esta tarde.

Bebimos las dulzuras de la taza para avivar el espíritu, me cuenta la historia del café, pero a mí me importan otras, ésas que escurren por los bordes de la porcelana, que van brillando conforme la luz se espesa y se condensa en un punto del horizonte, como un pequeño solecito mofletudo que aún está en espera de salir al mundo; pero la timidez y el cielo son demasiado anchos y él está solito allí, huérfano desde siempre, perrito sin dueño con alma de gato, ve el mundo bajo sus pies y tiembla de temor al no saber si podrá alumbrarlo por entero. El pánico escénico y nuestras miradas no lo ayudan mucho, pero sobre todo la de Álvaro que lo observa con cierta picardía, pero enseguida sus ojos adquieren el carácter de la niñez y pareciera que en un gesto de complicidad con las cortinas rojas del crepúsculo éstas se retiraran poco a poco para que el sol enseñe, al fin, su trajecito amarillo de pequeño emperador; se anima y con todo el ímpetu de su edad aprieta los dientes e inflama los cachetes; y las uvas en los vergeles del jardín se encienden negras y como espejos multiplican esos ojos de oro turco como una constelación de aves y de cantos y la marea de luz se nos viene encima y nos moja la ropa y una onda de calor me recuerda los muslos desnudos de una mujer amarrada a mi cintura. 

Flotamos sobre las palabras negras de pétalos densos, sobre el rechinar de tablas o de mareas que nos lanzan a los perfumes de alguna secreta aventura, el café se calienta más, sentimos el tostado de sus curvas en el aire; mar y mujeres, me repito y súbitamente una ola me revuelca, diluye el jardín y abandono ese sueño, vuelvo a mí sudoroso en el litoral de mi cama, enredada aún en aquella selvita y en aquella voz. La mañana se apodera de la calle. Toca suave la de rosados dedos la desdentada ventana de mi cuarto, despereza a mis ojos y a mi boca, me estiro completamente y mis manos, que tanto han tardado en volver a mí, se agitan nerviosas, están ansiosos por escribir la pequeña aventura de este barquito de palabras, me levanto, voy a la cocina para hacer café...

viernes, 20 de septiembre de 2013

EL AZAR, ALGO FAMILIAR



Hay circunstancias que nos alumbran y nos refractan hacia el crisol de otro tiempo que es sólo la máscara de todos los tiempos; el azar es una de ellas, un espejo donde nos vemos llamados, donde se nos invoca para compadecer por algo que ignoráramos hasta ese instante, pero el encuentro, entre más fortuito, da fe de que nos pertenece, que el germen ya estaba sembrado en nosotros –quizá antes de nacer–, por tanto somos los únicos convidados y responsables, a partir de ese momento, con lo que hagamos con dicho azar.

En el tiempo del llamado nos volvemos una especie de fantasmas de nosotros mismos, de ese ser sin tiempo que de repente nos invade y nos llena de una memoria profunda, extensa e intensa que parecería que cargara con todo un mundo de significaciones nuevas. Sólo pareciera, pues muy en el fondo sabemos que nos pertenecen, que están allí desde hace mucho tiempo, como pesar o alegría. Sólo soy memoria, decía la Garro, y la memoria que de mí se tenga; somos una junta de azares, una memoria familiar y cultural, constante y pasada, hecha presente por la palabra, por la cita que se menciona y se graba en palabras o se profiere a viva voz para marcar la huella inconstante de los presentes, siempre idos.

Sentado en esta piedra que es el sillón cuando la hoja no se lubrica como debiera, pienso en que la última semana he sido invadido por los encuentros inesperados; ya lo decía ese escritor circular encerrado en los universos de su ceguera: que todo encuentro casual es una cita; pero si es cita es algo pactado de antemano, algo que desde el pasado afecta ya el presente de nuestro probable futuro. Conmueve, por ejemplo, una banca de parque o de un café, siempre con la saudade de la lejanía, pero también con la esperanza de que palmo a palmo la distancia se vaya haciendo, rancheramente, menos. Las citas empiezan desde la distancia, se establecen con una mirada, con el nerviosismo del deseo que siempre es una esperanza de labios llenos, de abrazos apretados y encontrados alientos.

Cuántas veces nos ha pasado que nos quedamos viendo a alguien sin saber quién es; pero algo en él se nos hace familiar. A mí hace poco me sucedió uno de estos encuentros, pero fue por partida doble, pues mis citas se dieron dos días seguidos y en distintos cafés.

La primera vez yo estaba sentado en Passmar, tratando de leer Duelo en el paraíso de Goytisolo. La novela no tiene ningún valor simbólico con mi encuentro, o al menos no lo veo, simplemente lo menciono para mostrar mi pose de mamón intelectual y para reafirmar el lugar común del café y el libro, además sirve para justificar la sorpresa que sentí al  ver aquella claridad de miradas, de toda una familia, sobre mí.

De buenas a primeras estaba muy cerca de una de esas mesas bíblicas donde la abundancia no sólo estaba en la comida sino, y sobre todo, en la armonía de ese mundo al cual se me permitió asistir por azar o por el don de alguien o algo que no se puede definir, luz le llamaron unos y obscuridad o naturaleza otros, sea cual sea el ejecutor yo fui el ajusticiado, el asistente, el último, a las bodas de Cadmo y Harmonía.

Pero no me desvío más. A fe de la verdad, nuestro encuentro no fue directo, fue algo muy de Velázquez, pues la cita se dio a través de los espejos pegados en los muros. Por ellos observé la sonrisa de todas aquellas pupilas, no podía ser de otro modo, me iba reflejando en ellas, por momentos me sentía parte de la luz de sus ojos, de esa agua vibrante, tonante convivencia con el sonido de sus bocas que no pude, para no faltar a la verdad, escuchar, aunque presentía que de cierta forma me incluían. En algún momento llegué a pensar que también me veían, que agradecían secretamente esta convivencia que el don de los espejos y el azar nos brindaban.

Después del choque inicial la mirada giró un poco más y el ángulo que me ofrecía era el de mi propia figura: desgarbado, con la ropa de ayer, triste por el desalojo del Zócalo y por la manera en que se tasa a los hombres, por la credulidad de unos y la mala leche de otros; me vi mutilado, grotesco, un borrón de hombre; y fue entonces que recuperé la memoria de mis tristezas, que regresé sobre mis pasos, sobre el motivo inicial de mi peregrinaje; porque antes de entrar al café era una derrota caminando, encharcado de arriba a abajo,  tratando de rescatar algo, de darme vida al menos sensorialmente con las notas de un café, de un, al menos, aceptable café.

Pero al verme en aquellos ojos, todo el pasado nauseabundo se despejó, la vida de pronto agitaba sus ramas como haciendo patente la vitalidad del bosque, la memoria recorrió un camino más antiguo, más poderoso y claro. Por momentos quería dejar de ser ese reflejo, ése que mira Velázquez desde el fondo del lienzo; y corporeizarme, sí, tener realidad, ser tangible para todos, que ahora sea yo el que mira y poder así sonreírles, presentarme, pedir una silla extra y hablar, sólo hablar, decir mi nombre, sobre todo necesitaba saberme, tener la certeza de esa respuesta; porque continuar es ser cambiante y yo quería sólo ser en ese momento, establecerme, pararme en un punto y decir soy esto y mi sabor es tal. Era una locura, lo sé, el tiempo no se detiene, además soy muy tímido y las convenciones sociales no dejan mucho espacio a un pensamiento infantil, libre de pudores; aunque no sé por qué sentía que ellos también buscaban la forma de romper con esa estrechez, pero quizá es sólo mi proyección, mi deseo de comunidad. Además me era imposible verlos plenamente, no hubiera podido soportar tanta luz sobre mí.

Esa lucha interior empezó a incomodarme conforme pasaban los minutos, me sentía escindido, así que opté por la salida fácil al ver mi taza vacía: pagar e irme. Pero no era yo, al salir del mercado caminaba bajo la lluvia pero mi cuerpo no era mi cuerpo, sin darme cuenta llegué a Etiopía y en la entrada del metro el silencio era denso, nadie sonreía, catorce de septiembre y todo muerto, la democracia seguía de nalgas para arriba. Llegué a mi casa enlutado y sin una parte de mí, corrido al ver mi rostro en el espejo, sobre todo porque me recordaba mi pasado inmediato y mi tonta prudencia.

Al otro día, junto con mi hermana, fuimos a un café de cuyos precios no quiero acordarme, la hora variaba un poco, aunque era más tarde, mi ropa y mi aliño mejoraron, no mucho; la lluvia persistía y yo iba como penante. Trataba de platicar con ella pero le escuchaba la mitad de lo que me decía y mis palabras brotaban tronchadas, mi sombra había entrado en huelga y no quería dejarme el paso franco a la vida.

Total, fuimos por un café, la necesidad de ser feliz se impone y ésta comienza desde lo más primitivo, con los placeres sensoriales; necesitaba el olor del grano, una taza profunda y un sillón que cargara con mis restos. Necesitaba sentir en la lengua y en la nariz la premura, la acidez, la dulzura y el agror de la vida a un tiempo pero en calma, de a poquito.

Al cruzar la calle que da al café de pronto vi a mi sombra saludarme, al principio no lo entendía, pero al aguzar la vista entendí todo. La mitad del lenguaje que me faltaba se volcó de nuevo dentro de mí. La misma familia estaba sentada afuera del lugar, en el rocío de sus ojos la tarde adquirió un tono gris juguetón. Quería saludarles, decir: hola, qué bueno que aún los encuentro. Pero la lógica aplastante de mi hermana reconcentrada en su frente geométrica y en el trazo médico de sus cejas me hizo desistir de tanto candor.

Entramos al fondo del lugar y ellos quedaron afuera, cualquier lectura espacial es válida porque en esos momentos ya no podía dudar en el valor simbólico, lectura mamona del mundo, de Duelo en el Paraíso, sobre todo las palabras finales de Doña Stanislaa, o la distribución ambivalente y ritual de los dos cafés; o cómo negar la inmovilidad de las horas en cada uno de los encuentros y la consistencia del clima, reconcentrado en truenos y augurios, en lluvias propicias para la revelación. Todas estas pendejadas que construía mi mente no eran otra cosa que intentos por evadirme del hecho real que allí afuera me aguardaban. Mi hermana me notaba nervioso pero nada dijo, yo quería pararme pero la matemática de sus gestos ponían una tangente a mis desgarbados afanes. Aún tuve una última oportunidad pues una muchacha de ese grupo, joven, como aquellos ángeles que le anuncian la buena o malaventura a María, entró donde me encontraba y le habló, no sé qué bolerísimas cosas, a la barista, pero yo ya no podía dudar que esa plática me incluía, que era mi llamado de pertenencia al grupo, a mi cita, a mi azar, pero la cobardía al ridículo y mi hermana con la cubetada de su mirada me clavó las manos y los pies definitivamente al sillón, y un milagro, lo saben todos, no dura por siempre; además qué persona le dice hola a un desconocido o desconocida y se sienta como si nada en su mesa.

Instantes después salimos pero ya no había nadie, juro que estaban, yo sé que estaban allí, mi hermana me miró con cierta condescendencia; de todos modos quizá los vuelva a ver, finalmente los días siguen igual de amargos para dejar de ir a un café intentando reanimarme un poco. Además, el azar, decía Pedro Salinas, es lo único seguro en este mundo.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

SONRÍEME, TONTA


Al final del día, cuando el balance es negativo, cuando el olor a camión o los callos en los pies se hacen insoportables y el cansancio va demoliendo hueso a hueso lo que queda del día hace falta algo que nos reviva, que nos sumerga en un olvido precoz, pequeñito de todas esas horas acumuladas, para mí ese bálsamo lo obtengo de un rostro atolondrado, más en específico, de una sonrisa tonta. A mí me pone feliz verlas un poco desencajadas, los dientes ligeramente separados y grandes, sonriendo sin importar ni la lluvia ni el tráfico o los apretujones en el transporte público.

Sobre todo prefiero las sonrisas tontinas de las mujeres, debido quizá a que el hombre es idiota por naturaleza, y bueno, tan acostumbrado estoy a ver rostros primitivos en el espejo que es mejor no hablar de ellos, al menos en esta entrada.

Pero las sonrisas tontas de las mujeres me atraen de una manera obsesiva –sobre todo si tienen el pelo largo y lacio y son delgadas, delgadísimas como si el viento se burlara de ellas y las arrastrara en el remolino de sus azares–, quizá es debido a ese estado de gracia y excepción que conlleva un rostro de esas características.

Digo estado de gracia porque pareciera que en un instante aparecieran delante de uno, como si de improviso llegaran en esas horas álgidas con su candor de pájaro perdido, con el pálpito recién apaciguado después de haber entrado, con el último pitido, al vagón del metro entre agrios rostros y empujones; o se corporeizaran en medio de una fila sin saber si es para un concierto, para las fichas en el hospital o la de las tortillas; o pudieran aparecer en medio de la prisa que impone una tormenta, extendiendo sus calmos brazos sin importar resfriados o los charcos sembrados dentro de las zapatillas. Como si su presencia no se debiera a un pacto de realidad, con el minuto a minuto, es más como si fueran en contra del devenir del mundo, la rebeldía está en la boca del tonto o la tonta y específicamente su sonrisa es el himno revolucionario de cualquier normativa. Por tal motivo no podrían ser personajes de novela realista; porque su aparición se debe a un capricho, no social o político, sino poético, a una junta de azares o de citas imposibles de justificar.

Su virtud radica precisamente en esa vacuidad espacio-temporal que su rostro transpira; por ejemplo, yo las he visto algunas veces en el metro y pareciera que no les importase ser trituradas por los hedores y por los odres pesarosos de tanto trabajador o por la pereza con que el metro decide si mueve dos, diez o todas sus ruedas por una buena vez o se queda a pastar por siempre en alguna de las infinitas estaciones de la ciudad. Yo las veo y de inmediato esas sonrisas tonteriles empiezan a devorar el peso de las horas, de la quincena flaca y el estómago a punto del desmayo. De buenas a primeras, bajo su égida todo se trastoca, se instituye dulcioneo el mundo.

Ellas, en su tonteril vaguedad pareciera que no estuviesen en el mismo vagón en el que tanta gente junta sus carnes; porque algo nos separa de ellas, como si de sus sonrisas a nosotros existiera un kilómetro de distancia, todo un universo donde el dolor del cuerpo, su cansancio y los años –sobre todo cuando se regresa de la universidad o del trabajo– no existiesen, como si la tonteril sonrisa tuviera el embrujo de hacer desaparecer las fatigas humanas, sus trabajos y sus días.

A veces, al verlas antes de ser difuminado por el bocinazo de los vendedores de discos puedo sentir el modo en que reconcentran los perfiles de su silueta en la boca; y como si de un imán se tratara, yo mismo soy arrastrado a ese universo tonteril; me transfiguro, mi cara cambia, miles de chispas iluminan mi boca; y todo es más claro y espacioso –sobre todo si estoy en el transporte público–, y de repente estoy en ninguna parte, habito de buenas a primeras la infancia y todos los recreos del mundo. A partir de ese momento, todo es una apuesta a la sorpresa, a lo desconocido, mis sentidos se abren pro primera vez: el movimiento del vagón, el sudor del cargador de al lado, el bostezo del otro sobre mi nariz o el estornudo del estudiante en mi nuca o ese perfume de campanas vibrando y vibrando sin fatigar sus metales; nada me pesa ni me cansa porque todo lo que me rodea es desconocido o al menos lo veo desde un cariz diferente.

Nada importa entonces porque o todo es nuevo o como si por primera vez los percibiera realmente en su nimiedad;  como si tener la cara de tonto significara volver al olvido y a la inocencia, sopesar de una forma más ligera el peso de las horas; entonces, no tiene la menor importancia tener los huesos deshechos o los dedos nadando en las aguas encharcadas del zapato porque no se pudo evitar la lluvia, tampoco me molestaré por el tufo esparcido a lo largo y a lo ancho del transporte. Para el tonto el mundo se mueve demasiado rápido para que se ponga a pensar en esos asuntillos sin importancia, para qué sufrir si la vida se va en un segundo.

Nada importa porque de un momento a otro estaremos en otro lugar, no hay mal que por bien no venga, además un rostro perdido y alegre puede refrescarnos la carga del día. Esos pequeños milagros nos salvan, nos reincorporan al mundo y es entonces cuando nos vemos sorprendidos, reflejados en las ventanas del metro o de las marquesinas de la calle con una sonrisa tonta que nos vuelve inmortales o niños y si cae un diluvio y andamos sin paraguas es mejor bailar bajo la lluvia y seguir el rumbo de nuestra tonteril sonrisa, al fin y al cabo tarde o temprano terminará de llover.