martes, 30 de julio de 2013

FONDEANDO



Todo comienza por el apetito, no hay mayor pasión ni motor para mí, después de coger y leer, que comer. Encuentro una enorme satisfacción en sentarme a una mesa y partir el pan. Además comer debe ser un momento de alegría donde no caben medias tintas. Y tiene que ver con dos factores principales: que los alimentos estén bien preparados y sazonados y por otro lado la conversación, la reunión con alguien más, que puede ser únicamente con nosotros mismos.

Comer es un acto de comunión, un ser feliz por el placer mundano de tener la panza llena y dialogar con alguien dentro o fuera de nosotros. Si no hay estos elementos en la mesa entonces estamos ante una mala comida o café o lo que sea que se esté digiriendo.

Hace unos días caminaba por el centro buscando un buen lugar para comer, últimamente he ido al Zaguán por sus comidas rápidas y económicas, además el sazón es aceptable, pero no sé por qué ese día me dio por buscar algo nuevo. Entre en una “fonda”, pero en primera el lugar se encontraba inoloro, como el agua, no percibía ni la carne asada, ni el vapor de la sopa, ni nada; la comida era preparada por unos jóvenes de pantalones entubados y pajaritas y lentes grandes y de colores como si el color y la sazón se los hubieran echado en la ropa porque la comida era insabora, como el agua. Después de finalizar me quedé transparente al ver la cuenta de la supuesta comida corrida; digo supuesta porque en un pizarrón negro a fuera del negocio dice comida corrida, pero qué comida corrida está en ochenta y cinco pesos y a tortillas contadas.

Pero eso sí, las mesas, las sillas, los saleros eran de plástico, como en las cocinas económicas, sólo que éstos estaban pintados de colores pastel, y para ser sinceros se me antojaban más que mis propios alimentos, al menos tenían mejor color. Aunque al estar comiendo todos los objetos que decoraban o servían para algo en ese lugar me empezaron a causar cierto malestar, porque no eran usados solamente como una estilización de lo que sería una buena fonda, sino era una burla para todo aquel que frecuenta las cocinas económicas.

Era como si los diseñadores y dueños del lugar se les hiciera curiosito traer las cocinas económicas a los clasemedieros potenciales que comieran en su negocio. Para mostrarles a esta supuesta clase media la manera en que el pueblo traga.

Mientras trataba de pasarme mi insabora, inolora y decolorada comida, escuché un trozo de conversación que se desarrollaba en la mesa contigua: ¡Mira, Pame, unos saleritos de plástico! Parece que traen faldita goeeeee, qué kukis. Cuando fui a Querétaro, no sabes, nos metimos al primer restaurancillo que vimos porque Aldo tenía mucha, mucha hambre y había de estos y los platos eran de plástico medio quemados, yo tenía miedo de que hubiera cucarachas y mejor ni vi el aceite porque… ¡El tortillero, no mames, es de unicel! ¿Oye, pero será sano? Con eso del cáncer ya no se sabe… Pero aquí se ve que sí cuidan la comida goeeey, no creo que…

No sé ustedes, pero a mí me molesta que la manera en que vivo, los objetos con los que como, etc., sean usados para montar un espectáculo donde la mayoría somos vistos como animales de zoológico o de circo, como si la "cultura" y el "refinamiento" no nos hubiera alcanzado, estuviera fuera de nuestro alcance. Y además, si es espectáculo es muy malo porque este tipo de lugares no son ni la sombra de una buena fonda, una comida corrida nunca sería “Gourmet” –o supuestamente gourmet, porque lo que probé estaba muy lejos de serlo–, además los precios eran exorbitantes; sin olvidar el letrerote de Wi-Fi; porque vaya, cómo vas a ir a tragar o a tomar un café donde no se tenga Wi-Fi, goooeeeeeeyy, podrán no tener una buena comida pero el Wi-Fi siempre estará allí para llenar todas las carencias.

Lo que se busca es simular una fonda, jugar a interpretar el papel de una sociedad igualitaria; pero claro, no todos somos lo mismo; porque estos lugares saben poner su “buen gusto” y “originalidad” del arte pop y su sopa Campbell en algo que para nosotros ya trae consigo una esencia de buen gusto, familiaridad y originalidad porque nadie, del más humilde al más rico le gusta comer en la porquería, y una fonda que no sea cálida, que no nos sintamos a gusto quebraría.

No, buscamos un lugar que nos sea grato, que estéticamente nos haga sentir bien. Un servilletero de gallinita, una servilleta de tela bordada para las tortillas o los saleritos con sus falditas logran esa familiaridad. La costumbre es necesaria para sentirnos bien. Lo que tratan de hacer estos lugares “hipster” es desautomatizar, renovar estos objetos pero ya Warhol lo hizo de ese modo y sólo una vez, después todo su arte fue una repetición de su latita; por tanto, ni son originales ni le dan nueva vida a algo que sigue muy vivo porque un salero y un tortillero siguen siendo útiles y nos causa cierto alivio y alegría al verlos fuera de nuestros hogares pues nos hacen sentir como si estuviéramos allí o recordar a ciertas personas.

Lo que veo que hacen en los negocios actuales es continuar una costumbre muy gastada porque siguen una vanguardia que en estos días es un movimiento envejecido, sin más trucos en la chistera. Para ¿qué tanto invertir en la fachada "retro", provinciana, pobre? Si tanto quieren comer con saleritos de plástico y tortilleros de unicel también deberían de emular los precios y mejorar, eso sí, el sazón.

Lo que es más grave es que aquellos que van a estas “fonditas”, “cafeterías” no van por los alimentos, sino por algo inasible como lo es el status, la máscara, el oropel de lo que se desea tener y ser. Qué otra cosa es y ofrece Starbucks o  lugares como Cielito Querido Café, que usas los objetos que tengo en mi casa como adorno y por si fuera poco los venden a precios ridículos como unas ollas de peltre.

Si lo que pretenden, en el caso particular de Cielito Querido…, es resaltar la cultura mexicana, y el sabor del café y la confitería mexicana, deberían usar insumos de buena calidad y tener baristas preparados y no querer verle la cara a los clientes, aunque éstos son los mayores responsables que se les venda ese tipo de alimentos porque son los que finalmente atiborran este tipo de espacios.

La gente que consume allí lo que busca no es el café, no es satisfacer al paladar, sino al ego, quiere tener la ilusión de poseer cierto status social-económico y lo logra al comprar un café por cincuenta-sesenta pesos. Además, pareciera que vuelve a las personas más cultas pues basta con entrar en un Starbucks o en un Cielito… para salir con título universitario y un halo de sabiduría o de diseñador (ponga la carrera que más le guste) o de líder de opinión.

Se busca, ya no sé si inconscientemente, ser un objeto, que tan sólo baste la mirada para saber no sólo lo que se tiene sino lo que se es. Todo está en lo que se consume, pero al mismo tiempo nosotros mismos somos instrumentos de consumo y entre más cosas tenemos más valiosos somos, más nos cosificamos, no importa lo que tengamos que decir, y no importa porque los pensamientos no se ven, no lucen, además qué vamos a licir si no pensamos en absoluto.

Este ser feliz con lo que se adquiere y acumula deriva de una honda insatisfacción con lo que se es. La vida, los padres, el mundo en que se vive no cumplen con nuestras expectativas y no se tiene más recursos para cambiar esa situación que llenarlo con placebos por el simple hecho de que uno mismo no sabe quién es y por tanto no se puede llenar esas carencias, es más se desconocen y entonces se buscan las salidas fáciles como es ponerse una máscara e interpretar malamente un papel que ni sabemos si nos gustará, pero todos están de acuerdo que es el único que hay y puede existir en este mundo globalizado: poderoso caballero don Dinero. 

Por ello mismo, la gente que sí tiene el dinero, y que son un puñado de personas, abusan de nosotros porque nos gusta lo sencillito, buscamos siempre las soluciones rápidas y fáciles: lo que se ve no se juzga, para qué decorar la mente, mejor remodelar el cuerpo. Y claro, para juzgar se necesita tener dos dedos de frente, se necesita pensar, ver realmente al otro sin prestar atención a su ropa o a los gadgets que tiene y eso, vaya, lleva su tiempo, no, es imposible, mejor comprar el iphone 14. Para qué intentar emitir un juicio. Para qué pensar si se puede vivir muy bien en la ignorancia, en la insensibilidad.

Ser y crecer y ser felices humana y profesionalmente vienen emparejados con el autoconocimiento, sólo así podremos romper con el dominio que la ilusión del dinero  impone hasta en lo más esencial que es la alimentación.

A mi modo de ver es una pendejada tratar de alcanzar un cierto status comprando a precios exorbitantes algo que no lo vale, o yendo a lugares que emulan nuestro propio hogar o fondita pero en los cuales ni el sabor ni el ambiente van en consonancia con los precios con que se anuncian.

Un vaso de unicel y un logo no hacen la diferencia, tampoco un pantalón o una tableta o un iphone porque es algo que cualquiera que tenga dinero o sacrifique ciertas cosas puede comprar sin importar la clase social. No somos lo que compramos, porque si es así, sinceramente no somos nada.  Si tenemos únicamente una utilidad, si sólo podemos realizar una cosa: la de comprar otros objetos, el de acumular más; seríamos también cosas, porque éstas realizan a lo sumo dos o tres tareas. Pero no, no somos unidimensionales, no es posible que nos gobernemos y nos movamos por la adquisición de bienes y seamos felices por ello.

Para salir de esta alienación debemos comenzar a pensar, a actuar sobre nosotros mismos, a quitarnos la imposición que la industria y el gran capital nos imponen. Al pensar y al imaginar empezamos a saber quiénes somos y eso nos permite crear, facultad que sólo el ser humano puede tener.

Inventamos objetos, pero antes los imaginamos y con esto hacemos arte, escribimos historias o hacemos música o pintamos, o descubrimos una nueva teoría matemática o encontramos una forma de sanar el cuerpo, etc.; pero del mismo modo la creación tiene una doble vía porque se da también en aquel que padece el arte ya que pone el que ve o escucha o lee todos sus sentidos, sus deseos y obsesiones para interpretar aquello que tiene delante.

Somos seres complejos porque pensamos de diferente forma, porque deseamos de distinta manera y porque podemos crear de la nada, el único límite, y ya lo dijo alguien más, es nuestra imaginación y ésa sólo se puede apreciar si tenemos la constancia para concretarla en un papel, en la pintura, en la creación de un mueble, etc. Lleva tiempo saber quiénes somos y aceptarnos y aprender a ser felices, verdaderamente felices, pero creo que el único camino para llegar a ello es pensar e imaginar.

martes, 23 de julio de 2013

DE PURO BARRIO



Camino por calles que tienen mejor aliño que el mío y el de mi propio barrio que aún no se hace a la idea de zurcir sus ropas y teñir sus colores para recuperar su juventud, que dicho sea de paso no me tocó conocer. 
              Es un viejo necio. Cada vez que lo miro, y al hacerlo lo hago conmigo, me recuerda que ya no somos lo mismo, para qué querer ser algo que ya no se es, rememoro el moho en sus piedras, la manera en que la luz hace nido en sus esquinas gastadas y romas y sé, en el fondo, que el necio soy yo, pero pocas veces reconozco mis errores.

Le gusta ver sus paredes un poco adoloridas, amansadas por la intemperie, de a poquito en poquito le gusta que la lluvia lo vaya empapando todo y entonces comienza a correr, a irse en desbandada y refugiarse en algún techito o en la panadería, por ejemplo; ya no es tan rápido pero conoce los mejores lugares para empaparse o para ver caer el agua. 
      Justo como un amor mesurado, logrado por el paso de los años, así las pinturas de sus fachadas han encontrado en sus deslavados y desencajados colores la maceración templada, el gusto por desnudarse despacio y no darse a las primeras de cambio, sino mostrarse de a poco, pero con firmeza, sabiendo lo que se posee y de lo que se carece sin miedos y sin excitaciones injustificadas. 
Sus calles, sus recovecos ya no son las llamaradas de otra época que no viví o era muy niño para fijarme en esas cosas, para sentir rubor más allá de los de mis propios cachetes, pero es hacerle justicia al decir que el temple que ha adquirido con el tiempo le ha otorgado no sólo cierta seguridad, sino conformidad con lo que ha llegado a ser.

Puedo recordar, sin error a equivocarme, la mejor hora para habitarlo, para ir asiéndolo calle a calle. A eso de las seis de la tarde me gusta caminar por él rumbo a casa y ver su diálogo con el crepúsculo, armonía de luz y de piedra y tiempo. 
   No sé por qué le sugerí un pasado imposible, un volver a un color que ya no se tiene y quizá nunca tuvo porque el recuerdo es la puta más noble y tierna que podemos tener y siempre lo vemos y se pone como nos da la gana. 
 Quizá mi barrio ya nació viejo, ya entregado a sus habitantes. El cambio es bueno si proviene de una necesidad interna y no de una moda, porque ésta es impuesta y lo mío, mi necedad, lo que quería era uniformarlo sin sentido, porque así lo había visto en otras partes, pero no, sólo hubiera deformado, vuelto opaco y monótono lo que tantos años han logrado definir.

No, cada piedra, cada cuadra y sus árboles y sus paredes me miran desde un ángulo de sabiduría, de conformidad con la vida. Al tocarlos, al respirarlos sé que no se derrumbarán al primer temblor, que si están así, ha sido porque han aceptado con gracia su destino de barrio chato y chimuelo. No quiere padecer, por lo que veo que me sugieren sus puertas desdentadas y sus ventanas de lluvia y de sol, una muerte en Venecia. Está conforme con lo que ha llegado a ser, con lo que los años han hecho de sus calles. ¿Para qué el maquillaje?, nada podría rejuvenecer su siempre vieja y pequeñita, tan poquita cosa asta bandera; que desde que la recuerdo, nunca ha tenido bandera, sólo ha ondeado un sueño, un deseo minúsculo que nunca termina de cuajar y por eso está bien que siga así, ondeando el aire, los suspiros, el anhelo, la nada, la nada que es mejor dejar al aire y coserla en alguna otra ocasión, no en ésta, no, en ésta no, ahora sólo es bueno dejar constancia que sin bandera y deslustrada como está ahora es justamente como debe de verse, para qué inventar un pasado o cambiar el presente si no se siente vergüenza por lo que se ha sido, si no hay una justificación de fondo, si no se ha cambiado en absoluto, si nada ha cambiado para qué una bandera, qué ondearía si no habría nada que ondear aún, si la patria...

            Ahora, que he dejado mi terquedad a un lado, no puedo imaginarme sus puestos de fritangas y garnachas, ni sus cocinas económicas con un pizarrón negro y gises de colores para mostrar el menú cuyos olores ya llevo pegados al cuerpo, mucho menos puedo figurarme la sastrería o la tintorería de colores pastel o sacando de su conformidad a las ollas de peltre, no, no son para adornar, los objetos sirven para algo, no para ser desposeídos de sus oficios.

Camino buscando un café, de lo que adolece, eso sí, mi barrio, donde pueda estar tranquilo y pensar, acompañando cada esbozo de frase con un pastelito de plátano con su coraza bien doradita que al romperla me muestre ese interior esponjado y ligero. Pero sé, al recordar mi barrio, pero sobre todo mi casa, que no hay mejor postre del mundo que un arroz con leche preparado por mi abuela, porque el postre va formando una cocina en particular y a una mujer de pelo algodonado y un movimiento de mano, paciente, tan paciente como los pasos en la arena de una tortuga que lentamente va dejando un millar de pisaditas en la playa, así esa mano que gira lentamente alborota los olores de la vainilla y la canela y a los jarritos de barro que poco a poco llenan sus vacíos y temen mis apresuradas manos y boca, pero no es tanta mi premura porque espero a que la nata de azúcar y leche se forme sobre la olla para ser yo y sólo yo el que la arranque toda y con ella el odio parcial e imparcial de toda la familia.

Acá, por donde ando, es pintoresco, sí; el empedrado me gusta, pero hay algo en él que huele a nuevo, a polvo recién inaugurado, sus fachadas son de colores de cuento rural, de relato costumbrista, de esos cuadrosde pueblo hechos en serie con una pared oculta por una bugambilia y una luz que parece quemar cada piedra de cada casa y de todo el adoquinado y que terminan en los consultorios médicos junto a las estatuas de don Quijote y el buen Sancho.

A pesar de sus bicicletas que emulan un pasado vivo y de las personas coreográficamente paseando a sus perros, siento que falta ese aceite quemado y ese chapuzón de masa doradita y esos ladridos vagabundos y esas viejas echando pestes de la vecina que está bien buena y dicen, aunque nunca se ha comprobado, que es una puta y por eso se levanta tan tarde; y faltan también esos tendederos con la ropa colgando como lágrimas a secar que esperan el pitido de un barco para echarse a volar hacia él; y ni qué decir de la falta de un don Pepe como el de la tienda de mi casa o de doña Venenos competencia garnachera de mi tía Marina que sumergía en el aceite las gorditas de chicharrón aprensado con un movimiento de ola ligerita con aquella mano de espuma como no he visto más; si Poseidón controlara también el aceite de cada uno de los comales seguramente el símbolo que lo representaría sería ese movimiento de mano de mi tía al deslizar la masa en las cobres aguas de su infiernillo.

            Por lo pronto tanta jamaiquería de mi parte me hace cambiar el café y el pastelito por la búsqueda de un puesto callejero que me haga abstraer el verdadero espíritu de estas calles y de su gente, porque nada como la comida para conocer las costumbres y el pulso y la alegría y antigüedad y actualidad de un barrio.


martes, 16 de julio de 2013

LEYENDO EL FUTURO

Al fin retorno a mí después de dos semanas de no poder escribir nada. Finalizar un texto es lo que sería para un seductor irse a la cama con la mujer más bella del lugar en donde se encuentre o lo que es para un amante del café degustar en un lugar idóneo, clima, método de preparación y gente incluidos una taza redonda.
Ese goce fue el mismo que experimenté al escribir un poema, además pude saber un poco más de mí. Pues la escritura siempre nos hace volver a mirar hacia el pasado. Aunque  el tipo de recuerdo que nos muestra es tan variable como lo que hemos vivido a lo largo de nuestra vida. ¿Quién podría saber lo que cada uno arrastra en esa pandora que llamamos mente, lo que iremos pensando instante tras instante, si es que lo hacemos? Lo único cierto es que aquello que revivimos se devela por una necesidad orgánica, pero que sólo es posible alcanzar si reunimos las condiciones necesarias para ello.
            Un poema o cualquier obra artística nos muestra una parte de nosotros, algunas veces la afirma, otras la descubrimos como si nunca hubiera estado allí, aunque pensar que espontáneamente algo surge en nosotros es absurdo porque no inventamos de la nada, siempre hay algo que guía nuestro siguiente paso, pero ese algo no es una predestinación, fue creciendo tan a lo bruto, tan natural como nosotros mismos.
El arte es algo orgánico porque nace a partir del uso de todo nuestro ser. Crear es comprometer el alma y el cuerpo, por tal motivo la creación artística, más que cualquier otra actividad, nos compromete por entero, porque somos la génesis y el éxodo y el apocalipsis de ese monstruo que nos ve a la cara y nos interroga directamente, aunque a veces pensemos que hemos quedado más confundidos que antes al hacerle frente. Pero incluso en ese recién descubierto desorden o en ese yerbajo de incógnitas apenas esbozadas, hay un sentido, aunque éste se encuentre medio enterrado, porque siempre habrá un misterio naciente, el esbozo de un sendero o, por fin, el rutilar de un tesoro que sólo nosotros, el que se enfrenta a la obra, puede ver y comprender.
Para mí escribir es una revelación terrena, telúrica, un saber, sí, pero sobre todo un QUERER saber, porque ante todo está la voluntad que guía nuestras palabras, aunque muchas veces éstas se burlen de nuestras más sinceras e ingenuas intenciones.
Si hay una brujería o un método de adivinación  éste se encuentra en la escritura, en la obviedad Watson, del lenguaje. Nosotros ponemos un sentido pero letra a letra ese sentido se bifurca, crea su propio jardín, su entrada, sus monstruos y es divertido o terrible ir descubriendo eso que nosotros mismos guardamos y cultivamos en nuestro ser al vivir este mundo.  Porque el monstruo que imaginamos o que vamos trazando en el papel nos pertenece más que nuestro propio rostro, pues éste fue parto exclusivamente de nuestros sentidos.
Las oraciones se juntan, releo lo que he escrito  en este momento y veo que mi plan inicial de repente se ha ido a la mierda, porque esta celebración que pensaba hacer de mi propia escritura, este gozo de repente me hace mirarme nuevamente en el espejo y veo en mí una cartografía que no entiendo del todo, que no sé a dónde me llevará, pero que sigo gustoso porque nadie más que yo tiene derecho a ella.
De mi poema por presumir va quedando una crónica surgida de unos versos que ahora me parecen muy lejanos, muy viejos como la edad que tengo o la que siento tener. Pero gracias a ellos sé que vivo, que hago algo, que soy, y sí, pensar es existir, pero no habría pensamiento sin existencia, sin un impulso irracional por estar en este mundo. No podemos ser intelecto sin el cuerpo, pero no podríamos sentir el cuerpo si no pensamos en él.
Vivo porque vivo, vivo porque escribo, escribo porque vivo, ninguna de estas tres tiene prioridad, pero las tres son esenciales para saberme  –y de repente si Alfonso Reyes soltara esa picardía cerebral, esa sensualidad marmórea  de su palabra, podría por fin levantarme un poco y responderle: sí, sé a lo que sé, aunque de una forma paladeablemente parcial–. El lenguaje es la carne del pensamiento, es la manera en que la raíz se muestra y se va enroscando en este planeta. Es la forma que le damos a los sentidos, a esa Quimera, a esa Hydra que nos habita enteros y por los cuales conocemos al mundo, lo tocamos y nos toca.
A partir de esto, sería ingenuo pensar que el arte se realiza sólo para nuestro deleite. No, es una idiotez pensar así; no se escribe para el silencio y tampoco escribimos sólo para nosotros por la sencilla razón de que en cada letra que trazamos está el mundo, nuestra relación con él y sin éste no tendríamos qué decir, no comunicaríamos nada y el arte en esencia es lenguaje, es comunicación.
 El escritor que no se muestra no existe. Tenemos a Kafka, pero no sólo a Kafka sino a toda una época y una manera de ver el mundo y padecerlo porque poseemos sus textos y éstos han sobrevivido porque de una u otra forma nos identificamos con ese K o con el lúcido sueño que es Gregorito. Si no fueran arte, diálogo, no habría dicha identificación y no seguirían en nuestra memoria, al parecer ya colectiva, como también lo son las historias como la de Romeo y Julieta o la de la Bestia y la Bella. Un libro clásico lo es primordialmente porque nos sigue interpelando, seguimos discutiendo con él, conversando ya sea al leerlo o si se es artista al construir la obra pues uno no escribe de la nada ni para nadie. Y releo mi poema y veo que sin los Contemporáneos no existiría y sin este texto mismo que nació después no podría entenderlo de la manera en que lo hago ahora, pero hay veces que necesitamos tiempo para comprender este tipo de cosas o para escribir o leer algo que nos mueva, que nos haga tener la voluntad para tomar una dirección, la que sea.



sábado, 6 de julio de 2013

DESTINO EN JUEGO



Todo es un choque de azar, un golpe de dados, un símbolo de algo, de lo que sea que nos escalde aunque sea un poco, compuesto del lenguaje, de cada uno de nuestros alfabetos y de tiempo: pasado y presente; pero sobre todo del futuro –así lo creemos–, aunque este porvenir diga más de lo vivido que de aquello que aún no ocurre ni ocurrirá de la manera en que lo esperamos.

Porque si hay destino, que no lo creo, pero si existiera, éste sería retorcido, una trampa o una broma que nos explota entre las manos. Como si alguien hubiera sembrado una especie de semilla de bruma, de ceguera imperceptible en nosotros que todo “lo vemos y sabemos”. Pero si creemos en la predestinación, en el designio ya dado desde la cuna, aquella semilla-ceguera, etc., nos haría sentir lo errados que estamos en esperar x o z cosa tal y como la imaginamos.

No, la semilla del destino, la bruma, si creemos en lo “dado”, nos va cubriendo lentamente, va siendo nuestra sombra y nuestro goce, nuestra ropa y nuestra desnudez; aire y tormenta que no refresca ni enferma del todo, que no sabemos cuándo nos cubrirá o nos dejará a la intemperie. Porque nadie puede saber para dónde crecerán las ramas de un árbol y mucho menos hacia dónde el aire moverá la fronda de eso que fue semilla o destino. Si hay uno, y en esto creo, es en el seguro azar de la poesía que es destino, que es árbol y semilla, raíz y trueno, es un Jano que juega a las escondidillas con su propio rostro, es eso, juego, el único credo que comparto con todos en esta vida.

Vivir es estar a un paso del precipicio, es traer un estigma invisible: tiempo, sí; y con éste llega lo desconocido, eso que nos espera a la vuelta de la esquina y que cada una de nuestras palabras, de nuestros lenguajes ante el mundo van esbozando –y en muchos casos ocultando o negando–. Sí, hay golpes o manos que se nos caen de los dedos y nos rompen la jugada y la sonrisa; y de un trago aceptamos o luchamos o negamos la pérdida, la derrota ante aquel otro que se yergue y toma, golosamente, la alegría que hemos perdido. Pero también con lo desconocido, flor de dicha y desdicha, viene lo inevitable, lo fatal, ese dichoso árbol que es apenas sensitivo y que termina en tierra, en polvo, en nada…, pero antes de ese momento existe y existirá el juego.

Nacemos con una diana trazada en nuestra nuca –si hay un fin y un destino es la muerte–, sus órbitas segundo tras segundo, instante tras instante, se van robusteciendo, hincándose en nosotros, incitando al hado de nuestro sino, si es que lo hay, para que lance sus aguijones de vez en vez por puro solaz. Pues en ese vacío desde el cual nos hiere, en ese punto ciego desde el cual debe de estar todo marionetista, todo hacedor, la vida debe de ser muy aburrida sin sus juguetes, sin nosotros. El juego, inevitablemente, termina cuando al el dardo ha encontrado su nido y siempre, pero siempre, tarde o temprano, perdemos, nadie escapa al aguijonazo final.

Aunque hay que aclarar que jugar sabiendo de antemano el resultado no es un sinsentido, necesitamos hacerlo, pues en todo juego hay reglas, retos y un fin por conseguir. El juego es un microcosmos de la vida misma o la vida misma es simplemente un juego. Nosotros, por ejemplo, sin sospecharlo, jugamos con el diablo o el creador porque no tenemos opción como tampoco éste la tiene, pero también y sobre todo por el goce que nos provoca el juego.

Venimos a este mundo y no escogemos ni siquiera el color de la ficha que seremos, pero sí podemos escoger el modo de acomodarnos a ella; en el tablero tenemos la libertad de ir a tal o cual casilla, nos creemos poseedores de nuestra vida y en efecto, es nuestra en el tiempo en que sigamos jugando. Sí, tiramos los dados y sabemos que también hay otros jugadores, hay imponderables que no podemos gobernar pero hemos puesto nuestra voluntad en el siguiente movimiento; además es el azar, y no otra cosa, lo que finalmente nos impulsa a seguir jugando.

El juego termina cuando estamos completamente rendidos o decidimos no participar. La vida es un caos, es una serie de indeterminaciones, de tanteos, pero es precisamente por ello que se construye el juego o el laberinto, porque buscamos un orden, una meta, un faro que nos oriente hacia algo, a lo que sea. El juego es todo menos ético e ingenuo porque  impone un modo de vivir, es quizá la manera más ordenada de reírnos, es el medio de volvernos locos pateando un balón de cierto modo y hacia cierta meta, aunque en apariencia resulte contradictorio.

De este modo la locura en el juego se dosifica, se edulcora. Estos arranques controlados nos ayudan a liberar el caos que hemos ido reprimiendo ante el orden que nos imponemos para vivir en sociedad, para formar comunidad. La locura es un acto solitario, es escindirnos del mundo, por ello no podemos desquiciarnos así como así y del mismo modo no podemos deshacernos de nuestra parte inconsciente o preconsciente o animal, por ello la mejor manera de no quebrar el débil equilibrio de lo que somos es jugar, pues éste combina lo consciente y lo inconsciente, lo animal con lo humano, lo racional y lo irracional.

Pensar en destino es pensar en un orden, en un plan trazado para nosotros. Por ello lo más concreto, tangente del destino sería el juego, jugar es tener un rol predeterminado. Y en los dos se funden las dos máscaras: lo trágico y lo cómico: la vida; que no es más que la otra cara de la muerte. Ningún juego por más divertido que sea dura por siempre. Tener un destino es aceptar la muerte y es mejor entrar en el juego teniendo esto presente que jugar al tonto.