martes, 27 de febrero de 2018

RESURRECCIÓN




Y a veces, uno desea prolongar unos muslos, un coño, la erección, los orgasmos. Somos tan diminutos y el reloj es demasiado cuando nos destroza el deseo y sólo tenemos un esqueleto que se vuelve más viejo.
Desnudo contemplo la habitación oscura, vacía, palpo tu cuerpo que interroga mi tacto, ¿qué toco?, ¿qué quiero?, ¿soy capaz de izar una tormenta tras otra, soy capaz de seguir irguiendo un suicidio tras otro? ¿Qué hueso aún sigue entero y no tiembla, qué vertebra no terminaste destrozando?
Te acaricio, no quisiera que durmieras o quisiera que el sueño nos juntara enteros, nos diera la posibilidad de la llama, de ser temblor de hogueras y cicatrices, de seguir siendo parte de la noche y de los gatos. Miro mi cuerpo, el vientre húmedo, el falo que terminé por desbocar, aún escurre un poco, aún tus dedos sobre él son el recuerdo de la violencia, del odio o el deseo que siempre se confunden y nos ahorcan. Y queremos ser aniquilados por el otro y seguir siendo, ser los náufragos en la balsa y ser el mar, el implacable, el arcaico, el olvidado mar.
Toco tu coño, lo acaricio, persigo la línea de tu sombra, los contornos de tus labios, tengo los dedos mansos, algo niños y no puedo evitar sucumbir a la travesura, al abismo, a la crueldad de meter un dedo y luego otro, soy como un oso ante un panal de miel, ¿cuánta miel hay en el mundo, cuánta miel en una caricia? Es tan negro su aroma,  es tan bruto como mi sudor y tus axilas.
            Me miras de reojo, palidece un poco tu boca, unos hilillos de baba; la prisa por devorar todo el aire que nos queda impulsa tu mano sobre mi miembro y es temprano aún para pensar que los muertos no reviven, para retornar a nuestro santo ateísmo.


miércoles, 14 de febrero de 2018

AMORES Y LIBRETAS




Una libreta acarrea muchos problemas sobre todo al abrirla e intentar escribir por primera vez en ella. No es que intente reflexionar sobre “x” o “z”, poco importan los pensamientos sobre la vida y la muerte o los desgastados bolsillos donde se guardan las preguntas, siempre las mismas, sobre el ser; la filosofía es como un loco en los parques públicos, como el Bautista vestido de limosnero, pero me estoy desviando. Tampoco es que pretenda escarbar en la mugre de las uñas buscando el sentido de la divinidad o mirar en las jaulas de las tardes o en las del recuerdo.
Cuando al fin me entregan una nueva libreta observo sus cantos, sus lomos, la imagen que escogí, el tipo de hoja: color, textura, densidad; los separadores o separador, la calidad de los materiales, las medidas, si está o no está bien alineada… Es importante porque el objeto lleva a la escritura, pero a cuál, esa es la pregunta que me hago al abrirla, con qué palabras inaugurar el juego y los suicidios de la escritura, si es hermosa se complica porque mi caligrafía crece igual que mi barba: disparatada.
Mi letra es horrible, horrorosa, la odio pero ella encierra mi propia esencia desgarbada, tectónica, errabunda. Es cierto que es incansable, podría escribir todo el día si no tuviera la necesidad de comer e ir a trabajar, me emociona trazar una palabra, la que sea y después juntarla con otra y luego otra y crear todo un país sinsentido, inconsciente de su propia hechura, de lo patas arriba de su forma; mi escritura es tan fea que me tardo más en descifrarla que en trazarla en el papel, a veces me doy por vencido y doy a la pira del olvido cuentos, poemas, crónicas y ensayos y cuanta cosa vomite y sean indescifrables.
Podría mentirme y decir que es con pesar que escribo las primeras palabras en una libreta. Es falso. Hay algo de perverso en el dibujo de las primeras letras, un goce por desfigurar la virginal armonía, la paciente luz que no esperaba un garabateo tan desmedido. La escritura siempre es una violación de la pureza y en un cuaderno en blanco es doble la violencia, porque nuestro primer goce, el regurgitar de nuestra brutalidad será su primera memoria, su rostro inicial, la semilla de su cuerpo, las deformaciones de sus alfabetos.
Pero hay libretas muy dignas que se imponen sobre mis querencias, que me impiden maltratarlas, su presencia es un espejo que me muestra tal cual soy: barriobajero; que hace más nítido el olor de hígado encebollado en el aliento o acentúa la grasa de la milanesa entre los dedos. De pronto, no soy más de lo que siempre he sido, abajo los sueños de ser escritor, abajo esa imaginación que se desborda en filigrana de tinta, en hondura psicológica, en apretadas cotas narrativas, se es lo que siempre se ha sido: un hombre obtuso, un mal prosista y peor poeta.
Lo mejor sería quemar la libreta, pero el orgullo, el maldito orgullo hace apretar las pastas, triturarlas entre los dedos o abrirla sin consideraciones, nada de gentilezas ni de cariños, arrugar el papel y mancharlo con la grasa de la comida o el queso de los cheetos y escribir la primera sandez, el primer ripio, el primer lugar común, el más común entre todos, al que cualquier mujer con dos dedos de frente escupiría sin pensarlo dos veces, ése el que su sola imagen nos hace sonrojarnos, sentirnos fieles discípulos de un Emilio Larrosa y de tantos pelmazos que creen que el amor es dulce, que es un ramo de rosas, que es un hotel atiborrado de semen y gemidos un 14 de febrero.
            El amor es más parecido a una maldita libreta nueva, una libreta que es un enigma y una advertencia, un destino que no sabemos si acabará con nosotros pero no podemos evitar recorrer ni dejar de clavar en él el escalpelo de lo que somos, el deseo que nos mueve a intentar una y otra vez prolongarnos en esa escritura infamante que nos designa, en esa negrura con la que tratamos de cubrir esa belleza inalcanzable, esa armonía en blanco que sólo el papel impoluto contiene y que la escritura jamás podrá conseguir, porque la sombra surge de la imperfección de nuestro cuerpo, pero la sombra también es la verdadera alegría del amor.