sábado, 21 de noviembre de 2015

ELLAS









Final de semestre, apuntes, subrayados, futuras doctoras con la letanía del cuerpo humano en la boca, una y otra vez repasan el sistema respiratorio, observo sus fosas nasales, el ligero aleteo del aire, llenándolas, hinchándoles el pecho, se concentran en la fisiología humana, sus dedos se mueven en la memoria, músculo a músculo, hueso a hueso, las recorro, hago mi propio estudio de anatomía, caderas, glúteos, pantalones blancos, el hermoso tejido de algodón o encaje trasminando por la tela porosa, salubre, blanca, blanquísima, casi espuma, baba para los ojos.

            Una mujer es más hermosa con el rostro cansado, no sé, lo pienso al verlas, desasidas de todo, de ellas mismas, de sus propias caras, reconcentradas en un futuro que es ausencia de todo: del vagón, de la gente, de la jerigonza de los vendedores, faquires y artistas del hambre, de mí. Cada gesto es libre, salvaje, caprichoso, porque sus poseedoras, reconcentradas en la lección, olvidan lo incontrolable que es una ceja, el carraspeo azaroso de la nariz, o la mordida nerviosa del labio, la lengua lubrica las comisuras de la boca.

El rostro nos traiciona siempre que puede. Surge, expande sus fronteras desde la oscuridad de la consciencia que se reconcentra —por ejemplo— en un examen, en el ensayo, en el fin de semestre… Rescato esos naufragios, doy cuenta de toda esa desmemoria, de los rostros que sólo yo miro como se deben mirar, como desean ser mirados, como un milagro, un instante ahíto de libertad, de pérdida intraducible.

            Se abren las puertas del vagón, ella se sienta, es ella, porque estas palabras le pertenecen, lleva el pelo revuelto en el sueño, me ve, se lo enreda con el dedo índice, juega un poco, lo lleva a su boca, sus dientes blancos, las hebras negras, hondas, tronchadas, masticadas, aprieto la mandíbula, la baba se reconcentra en la boca, sobre la lengua, es espesa, caliente, se desliza por la tráquea hacia los abismos del estómago. Me mira, ve lo que yo no puedo de mí mismo y trata de limpiar su rostro de lo que soy; empotra su espalda al asiento, toma el control de cada músculo y hueso, es razón pura, equilibrio reconcentrado, pero no puede olvidar que nuestras sombras se rozan; no la miro, ya no, veo hacia donde sus ojos siguen el trazo negro de su silueta, lo muerdo, lo lleno de saliva, temblamos, empieza el juego, el escarceo de sombras…, se abren las puertas, entra demasiado gente, me mutila, la he perdido.

            Ahora es ella, lleva un short negro, muy corto, es toda muslos, medias negras que simulan unos tirantes de negligé, la tela es semitransparente, ahumada, gaseosa, el pelo largo, descuidado cuidadosamente, lentes de pasta, es un cliché, ¡pero qué muslos!, soy todo manos, un molusco, un reptil con la cabeza demasiado grande, encarnizada, el hambre me llena las venas, el pulso. Chamarra verde hasta la cintura, hasta allí la sangre, me ahorca el pantalón, es un suicidio estar así en hora pico; se me acerca un poco, le miro la boca, lo que la carne dice de ella, la cintura, las nalgas, los muslos —el tiempo se agosta sobre su piel—, la imagino hincada, de espaldas contra la pared, tumbada de cara al techo. Tengo demasiados ojos para el deseo.

            Copilco y la maldita suerte, todas se bajan allí. Quedo casi solo, inicia el invierno, la última estación me espera, Universidad se me figura un yermo, el esqueleto del vagón truena, revienta un pulmón, un imposible en forma de suspiro que no sabe transcribir nada. Desasosiego, el inicio de algo que no llega a tristeza, de la memoria demasiado precoz, mujeres, todas, idas.

El amor me rebasa y es tanto y es tan uno mi cuerpo, tan horrorosamente humano, tan flagelado en el silencio... Colea el metro, el vagón me parte las ideas, el cielo es duro, quebradizo, tan dado a este siglo de cuerpos desechables y odios gratuitos, a este plomo de cuerpo, frío, ardoroso como la visión repentina de ese vestido morado tan dado de sí, tan lleno de flores en pleno noviembre. Sonríe, dejo que la sangre me endurezca, me muela la cabeza; otra vez ella, estamos de frente, sentados, me mira, me quito la chamarra, regresan sus ojos, la curva cálida de su boca…, mi aliento abrasa cada pétalo de su vestido...

             

           

lunes, 26 de octubre de 2015

CENSOS DE TINIEBLAS



El vagón está medio vacío. A todo lo largo van y vienen los silencios, las estaciones. La gente se concentra en la basura no barrida, en algún periódico que nadie toca —la enfermedad es invisible, nos acosa desde esas manos desconocidas, desde ese asiento desnalgado, virulento—. Una mujer hurga en su bolsa sin encontrar nada, sin buscar otra cosa más que diluir los minutos, de apurar ese lapso que no sirve, que no es útil. El viaje es un punto muerto entre nosotros y nuestro destino.

Hace mucho calor acá abajo, codo a codo nos damos la espalda. Las miradas son oblicuas -cuando se entregan-, la luz del ojo muestra un diente torcido, irritado, a veces, socarrón. Nadie ve esa parte tan al aire, esa soledad sobre el maquillaje, bajo la mochila de los estudiantes, entre las piernas, entre el frío constante de todos los días. El profesionista aprieta contra su pecho un legajo triste, un absurdo futuro de oficina, de encierro prometido. El futuro es una hoja con las esquinas amarillentas, unas medias y zapatos gastados, desvaídos, el pelo ahogado bajo kilo y medio de gel. La ciudad está encima de nosotros, nos aplasta.

Una mujer frota y vuelve a frotar una tarjeta de quince años: vestidos, coronas, zapatillas, arreglos de flores, salón…; sonríe, sigue frotando, piensa en los deseos, más en los suyos que en los de su hija. Alguien mira con tristeza su calzado, se concentra en esa mancha dura como si tratara de limpiarla, de hacerla invisible, de borrarla con su mente, de su mente, a su mente. Más allá una chica besa a su acompañante y tuerce la mirada hacia mí, me roba estas palabras, aquel beso que debió ser mío.

Entramos al túnel, ensalivamos, entripamos la oscuridad; las luces eléctricas de cuando en cuando nos retienen y nos olvidan. Desde una de las incontables fracturas del túnel algo respira, infla y desinfla un vientre descomunal para un cuerpo tan disminuido. Nuestros ojos se cruzan, se confunden sin identificarse; el hedor traspasa los vidrios del vagón, me impregna la ropa, me raja una costilla, duele el costado, tiembla, el aire me hiere la boca, el silencio.

La oscuridad olvida con demasiada facilidad, esteriliza y cauteriza al instante. Allí abajo nada tiene nombre, no hay un censo para la tiniebla y la desmemoria. ¿Era un niño, era un hombre, un viejo? ¿Era algo? No hay lógica ni fe que pueda armonizarlo con el mundo, no existe, no debería, no en mis ojos, ¿por qué en mis ojos?, ¿por qué pesa tanto la claridad?

¿Cuántos habrá enterrados allí, renaciendo allí, abortados, cagando, cogiendo, mordiéndose, pudriéndose, odiándonos allí? ¿Existiremos para ellos de la misma forma en que son imposibles para nosotros? ¿A quiénes culpan? ¿Padres, amigos, gobierno, destino? ¿Culpan? Tantos, para nada. Somos tantos.

Son un fallo en el sistema humano, en el progreso, en el mecanismo mismo de la ternura, de este tren que en un segundo los borrará al llegar al andén. Todos saben que la luz está más allá del túnel, adentro no hay nada, no puede haberlo de ningún modo. La claridad viene de afuera y de arriba, no es un pozo, no es una entraña vacía, no es la contorsión de una sombra y un estómago inflados por el hambre y los gusanos; las ratas tienen los ojos negros. Él no, estaba sentado, rígido, no era su silencio mi silencio ni sus ojos los míos, no había odio, no había nada más que unos ojos, nada más que un trozo de algo parecido a la luz, algo que quema en frío, que persiste a pesar de la obscuridad, a pesar de saber que la luz está más allá de su alcance, al final, muy, pero muy al final del túnel.

Se abren, se cierran puertas: rostros cansados, ojos al límite de la vigilia, sin sueños; cuerpos que se empujan, que se funden en desequilibrios diarios, hombro con hombro fastidiados; despeinándose, odiándose, matándose para ser felices, para pagarse la cama, el trago, la televisión, los zapatos, el maquillaje, el celular, la lejanía, la soledad.

Cierro los ojos, me arrebujo en el asiento, pienso en Saer, en Onetti, en Sweig, en Millás, en la LITERATURA. Finjo que hago algo, que escribo, que estoy despierto, que mis palabras son… Muerdo hasta la vergüenza mis consignas, mi discurso de intelectual, muerdo hasta sangrar esa luz, esta luz, que es otra forma de edulcorarme el olvido.


martes, 6 de octubre de 2015

SOMBRAS SIN CABEZA









Hay momentos que definen el día o lo cambian: una puesta de sol, un vaso de agua, la maquinaria del café sobre el corazón, la sonrisa de quien lo sirve, una mirada capturada en su secreto, unas piernas que parecen mirarnos, el juego que da vida a los niños y a las calles o el breve temblor de unos senos en el transporte público.

            No podemos ser felices en soledad, para vivir necesitamos algo más que nuestra desnudez, que el consuelo amargo del pensamiento. No estamos hechos para el silencio, tenemos voz, oídos, manos, un cuerpo hecho para entregarse al mundo, para que el mundo se nos entregue todo, en un instante o en plazos.

            La misma literatura es una unión con otra persona y con otro universo diferente al nuestro; todo arte es comunión, y es un camino que nos conduce a algún lado —hasta el sinsentido tiene sus rutas—, quizá más cerca o más lejos de nosotros mismos, pero siempre encontramos algo en ese viaje.

            Hoy no quería salir de casa, porque siento un peso enorme sobre el pecho, como una plancha de metal aplastando lentamente mi carne, triturando huesos, descosiendo venas, reventando órganos, sin vocación de odio, sin juicio, por azar o como si hubiera sido yo quien hubiera decido colocarme abajo para colapsar mis pulmones, el aire, el tiempo mismo.

Porque hay veces que la cabeza es abierta por manos invisibles; no sé cuántas, que empiezan a revolverme, a amasar, a anudar los pensamientos, y todo se vuelve denso, se vienen abajo en un instante los minutos, las horas; y el nudo cada vez aprieta más, tanto que no parece estar en mi cabeza sino enrabiado al cuello.

            Una casa es demasiado cuando se necesita respirar, cuando todos los colores se han secado a pesar de que la lluvia no para, de que todo es una tarde tras los cristales empañados. Todo es demasiado cuando no queda más de nosotros que una mirada negra y la propia sombra parida ad nauseam en pasillos y cuartos, oscureciendo muros, adensando alfombras, llenándonos de una sola silueta dislocada, fría, inconmovible, nuestra.

            Es precisamente allí que un cuchillo, de la nada, pende sobre la nuca, y es mejor colgarse la mochila a los hombros e intentar salir, tirar la llave del regreso —no vaya a ser—, quizá al volver encontremos otra casa llena de claridades y una llave que nos la abra.

            Hoy precisamente salí casi arrastras, sin pies; porque cuando uno va perdiendo el mundo, cuando la tristeza o el spleen se apoderan de la garganta y de los ojos, uno empieza a borrarse, la cabeza choca consigo misma y se rompe sin ruidos, cae del cuello sorda, y no sabemos dónde ha caído, en alguna parte de ese laberinto de vísceras y sangre en el que estamos confinados, pero dónde.

            Cuando uno anda así, se debe de ir a tientas, palpar las boronas de luz, perseguirlas como las persiguen los ciegos, esquivar las sombras y buscar ese indicio de sol porque siempre los ojos apuntan hacia allá. Cuando lo encontremos, hallaremos la cabeza y ésta subirá solita por los hombros, dichosa de encontrarnos un poco más claros que antes; ya sólo será cuestión de aventar un poco más los pasos, de girar un pestillo para ir haciéndonos con nuevos pies. Esos pies que se forman con el camino, sobre otras sombras más frescas que es necesario beber y guardar para ir lavando las que quedaron en casa y nos descolocaron la cabeza.

            Debemos salir para ir desinflando esos monstruos que vamos alimentando en soledad, hay que salir para que las aguas del pensamiento no se estanquen y sigan produciendo peces alados y flores como mujeres y niños mercenarios que nos acuchillen la mala cara, la zozobra que de la nada empieza a habitarnos siempre.

Lo maravilloso de la vida es que no sabemos con qué o con quiénes nos toparemos al echar a andar. El encontronazo con el azar es un encuentro también con la infancia, esa época de milagros diarios, de flores que siguen el camino del sol, de semillas venenosas que es mejor ni tocar, y de pactos, de amores eternos grabados en las cortezas de los árboles, en un beso que quizá nunca se dio y que siempre nos hincha los labios; todo ello seguirá allí, a pesar de nuestros olvidos, a pesar de nuestra falta de fe, de nuestras muertes cotidianas.


jueves, 17 de septiembre de 2015

LAS VIRTUDES DE LA VAGANCIA



Tengo los pies largos, planos, con callos en cada dedo y en los talones, los dedos son gordos, flexibles, acostumbrados al pavimento, no tanto al adoquinado; las rodillas a veces se resienten de mis caprichos, de mi gusto por recorrer la cuidad —¿Cuántas ciudades hay en una sola?—, de andar dos, tres, cuatro horas caminando sin descanso. El problema radica en esta espalda que no es mía, le pertenece a cierta roca de montaña o a esos monstruos disminuidos por su propio peso o a aquellos que pueden estar inmóviles por una eternidad. Me duele cargar con sus omóplatos, deltoides, trapecios, con el músculo pegado a tanta grasa…; y es que no, mi cuerpo, así lo siente, pertenece al movimiento, lento sí, aunque sin pausas extremas. Soy un caminante, un nómada de ciudad que disfruta de los olores de la panadería, de los cafés, del barullo de los bares, de esas mujeres tan cerca de mis ojos que pasan tan lejos de mi vida por la misma acera o por esos rumbos que quizá no vuelva a pisar hasta mucho tiempo después.
No me imagino la vida sin pisarla, tampoco sin conocer su podredumbre y tratar de esquivarla o echar sin más ni más los pasos en pos de sus aires claros, recién lavados, como un cuello y unos senos recién salidos de la regadera. Me gusta abrir calles por azar, es como echar una mirada a un salón de clases en la facultad o aventar el anzuelo de los ojos en el transporte público tratando de pescar unas piernas, un escote, el agobio de una silueta o el caos contenido de unos labios. 
Así mismo surgen las ideas, los pensamientos —sin importar su desnutrición—, las conversaciones, la amistad —no sé si el amor; el deseo no, seguro que no—. Hay que empezar de calle a calle, ir arrojando miradas, tactos, sonrisas al vacío y ver dónde caerán, si es que lo hacen.
La palabra también es un caminante; no un maratonista, no un marchista, porque la prisa no le va a la cabeza, el pensamiento necesita de grandes bocanadas de aire, lentas, muy lentas; sentir el aire avivando los pulmones, inflamando letra a letra las ideas, y después irlas exhalando a su tiempo, a su ritmo de tortuga y caracol, en su propio orden, aunque éste no exista.
El hombre de espíritu nómada no anda sobre un circuito fijo, goza de los laberintos arquitectónicos —¿Qué ciudad no es uno?— y mentales, porque ha visto en el perderse un placer muy cercano al de la libertad, al de la caída. El caminante y el pensador son seres perversos porque van en contra de la premura del tiempo, de la misma vida, del hombre y su progreso que corren sin motivo, pero apresurándose siempre hacia una meta, la que sea; por ello el maratón me es desagradable, porque encierra un destino fijo, se fustiga al cuerpo hasta el cansancio para llegar a un punto determinado en el menor tiempo posible, y así, ganarse, de nueva cuenta, el reposo inicial y el orgullo de haber domeñado músculos, huesos y tendones; venciendo las limitantes físicas por medio de la terquedad, de desmañanarse todos los días para dar vueltas y vueltas en un parque como burros de noria, sin notar nada más que el reloj, ese reloj que sin necesidad de verlo lo tenemos presente ante el espejo que nos mira y que en silencio nos interroga. El reposo no se gana corriendo en pos de él, al contrario, éste se construye con lentitudes, a destiempos, con retazos y olvidos y monedas de recuerdos halladas por azar.
El corredor no ve a su alrededor, es un flecha apuntada a la Diana, es el símbolo de la terquedad del hombre, es el intento de superación fracasado porque quiere de par al tiempo, luchar contra él, superarlo; y si lo hiciera, ¿qué encontraría?, ¿qué hay más allá del tiempo, y por lo tanto del hombre? ¿Para qué apurar el destino, para qué ir en contra de lo irremediable?, ¿cuál es el afán de correr contra reloj, de llegar a una meta si bastante tenemos con saberla allí, esperándonos en el último día de nuestras vidas? Es el fin quien nos alcanza; somos la liebre, nunca el cazador.
El verdadero caminante se extravía en la vida porque está harto de tener una ruta preestablecida, porque necesita encontrar algo más, algo que ni siquiera sabe que busca. El que goza de la pérdida de sí, aquel que ve en la oscuridad una puerta o una trompa de elefante es aquel que ha encontrado otro espacio y otro tiempo que difieren del que le han dado sus semejantes. Es allí donde tropieza con el suyo propio, con ese jardín cerrado, ese círculo infinito que le devuelve otro rostro de sí mismo en cada visita, y a la vez le muestra aquello que no se puede expresar con palabras sin caer en el error y la torpeza, eso que siempre está del otro lado del espejo.
El que anda por mera diversión y el pensador —cualquier artista lo es— son escritores de caminos, seres perdidos en las sombras y en las claridades del mundo pero, al mismo tiempo, son sus intérpretes más fieles, porque les impele un deseo que es caos, por tanto movimiento, inspiración, revelación, creación bruta, todo y a la vez nada.  
Ser uno ante el misterio y ante la nada, es ser uno con el mundo, con las piedras de los edificios, con las estructuras de los árboles y con el ramaje que tejen los animales; es ser más allá del cuerpo y en el cuerpo, tiempo y no tiempo; vida y muerte; y sobre todo deseo y amor, que no es otra cosa que ser, que estar siendo.