lunes, 26 de octubre de 2015

CENSOS DE TINIEBLAS



El vagón está medio vacío. A todo lo largo van y vienen los silencios, las estaciones. La gente se concentra en la basura no barrida, en algún periódico que nadie toca —la enfermedad es invisible, nos acosa desde esas manos desconocidas, desde ese asiento desnalgado, virulento—. Una mujer hurga en su bolsa sin encontrar nada, sin buscar otra cosa más que diluir los minutos, de apurar ese lapso que no sirve, que no es útil. El viaje es un punto muerto entre nosotros y nuestro destino.

Hace mucho calor acá abajo, codo a codo nos damos la espalda. Las miradas son oblicuas -cuando se entregan-, la luz del ojo muestra un diente torcido, irritado, a veces, socarrón. Nadie ve esa parte tan al aire, esa soledad sobre el maquillaje, bajo la mochila de los estudiantes, entre las piernas, entre el frío constante de todos los días. El profesionista aprieta contra su pecho un legajo triste, un absurdo futuro de oficina, de encierro prometido. El futuro es una hoja con las esquinas amarillentas, unas medias y zapatos gastados, desvaídos, el pelo ahogado bajo kilo y medio de gel. La ciudad está encima de nosotros, nos aplasta.

Una mujer frota y vuelve a frotar una tarjeta de quince años: vestidos, coronas, zapatillas, arreglos de flores, salón…; sonríe, sigue frotando, piensa en los deseos, más en los suyos que en los de su hija. Alguien mira con tristeza su calzado, se concentra en esa mancha dura como si tratara de limpiarla, de hacerla invisible, de borrarla con su mente, de su mente, a su mente. Más allá una chica besa a su acompañante y tuerce la mirada hacia mí, me roba estas palabras, aquel beso que debió ser mío.

Entramos al túnel, ensalivamos, entripamos la oscuridad; las luces eléctricas de cuando en cuando nos retienen y nos olvidan. Desde una de las incontables fracturas del túnel algo respira, infla y desinfla un vientre descomunal para un cuerpo tan disminuido. Nuestros ojos se cruzan, se confunden sin identificarse; el hedor traspasa los vidrios del vagón, me impregna la ropa, me raja una costilla, duele el costado, tiembla, el aire me hiere la boca, el silencio.

La oscuridad olvida con demasiada facilidad, esteriliza y cauteriza al instante. Allí abajo nada tiene nombre, no hay un censo para la tiniebla y la desmemoria. ¿Era un niño, era un hombre, un viejo? ¿Era algo? No hay lógica ni fe que pueda armonizarlo con el mundo, no existe, no debería, no en mis ojos, ¿por qué en mis ojos?, ¿por qué pesa tanto la claridad?

¿Cuántos habrá enterrados allí, renaciendo allí, abortados, cagando, cogiendo, mordiéndose, pudriéndose, odiándonos allí? ¿Existiremos para ellos de la misma forma en que son imposibles para nosotros? ¿A quiénes culpan? ¿Padres, amigos, gobierno, destino? ¿Culpan? Tantos, para nada. Somos tantos.

Son un fallo en el sistema humano, en el progreso, en el mecanismo mismo de la ternura, de este tren que en un segundo los borrará al llegar al andén. Todos saben que la luz está más allá del túnel, adentro no hay nada, no puede haberlo de ningún modo. La claridad viene de afuera y de arriba, no es un pozo, no es una entraña vacía, no es la contorsión de una sombra y un estómago inflados por el hambre y los gusanos; las ratas tienen los ojos negros. Él no, estaba sentado, rígido, no era su silencio mi silencio ni sus ojos los míos, no había odio, no había nada más que unos ojos, nada más que un trozo de algo parecido a la luz, algo que quema en frío, que persiste a pesar de la obscuridad, a pesar de saber que la luz está más allá de su alcance, al final, muy, pero muy al final del túnel.

Se abren, se cierran puertas: rostros cansados, ojos al límite de la vigilia, sin sueños; cuerpos que se empujan, que se funden en desequilibrios diarios, hombro con hombro fastidiados; despeinándose, odiándose, matándose para ser felices, para pagarse la cama, el trago, la televisión, los zapatos, el maquillaje, el celular, la lejanía, la soledad.

Cierro los ojos, me arrebujo en el asiento, pienso en Saer, en Onetti, en Sweig, en Millás, en la LITERATURA. Finjo que hago algo, que escribo, que estoy despierto, que mis palabras son… Muerdo hasta la vergüenza mis consignas, mi discurso de intelectual, muerdo hasta sangrar esa luz, esta luz, que es otra forma de edulcorarme el olvido.


No hay comentarios:

Publicar un comentario