lunes, 27 de mayo de 2013

AGON



Hay personas que pasan en vida a ser personajes no ya de su propia historia, sino de la Historia en general y por ende de todos nosotros. Llegan, incluso, a ser arquetipos, construcciones del tiempo que han quedado allí, constatando el devenir y la perennidad del ser humano. Se vuelven temas que encierran signos, signos contenidos en mitos, en leyendas, en una narración que involucran un tiempo en específico, pero también, el momento preciso de aquel que las lee: oral u escrito; sin olvidar, como dice nuestro personaje, que leer es interpretar el mundo, es hacer vivir la escritura y yo añadiría, la escritura de todo lo que nos rodea, pues todo posee un lenguaje a dilucidar.

            Este hombre, que proviene de la tradición helénica, de la escuela de Pérgamo, este personaje que ha anegado su corazón de Milton y de Shakespeare y de la batalla interna por el saber y el ser, por la forma y la psique no es otro que Harold Bloom. El polémico y el bibliómano Bloom, tan real y tan irreal como el propio personaje de Joyce.

ÉL representa el mito del crítico, que podría ser Curtius por ese sentido clásico del agon que caracteriza su vida misma. Agon entendido como pugna, conflicto dramático entre los personajes principales de una obra, de dos significados o dos libertades. La lucha es el centro de la literatura y de la interpretación nos dice Bloom, pero también de la vida misma –como nuestro propio personaje ha sabido bien interpretarse.

El crítico literario, el que aún es de fiar, debe ser polémico, extremista, nos dice Harold, aunque llegue a ser terco y se equivoque y no entienda de razones. Porque en la lucha a veces se pierde, porque el poder ciega y no se ve más allá de las propias palabras; pero la terquedad es también una manera de creer en lo que se piensa y de afirmarse en lo que se piensa. Y sí, jóvenes, también en la literatura hay cotos de poder. En la crítica, en esos hombres de lentes de botella, obesos, mal vestidos, semicalvos, que se vienen a la primera caricia o se quedan mudos –mientras dos universos gritan dentro de su cerebro y su entrepierna- ante los imponderables del sexo…, sí, ellos, en su mundo, tienen cierto poder que sólo involucra a los de su tribu, porque sólo ellos entienden la ironía o el galimatías que otro de su especie esgrime contra ellos y que puede no sólo herir susceptibilidades, sino granjear enemistades más duraderas que lo que perdura una crítica catedralicia sobre el Quijote –por ejemplo. La palabra crea, pero también destruye.

Bloom es de estos hombres que afilan sus máquinas para el trote militar de las palabras. Estadounidense, trágico y judío. Errante y exiliado como todos ellos, como el Satán de Milton o el Sylock de Shakespeare. Mercader de palabras, astuto, agudo, amante fidelísimo de sus propios intereses; su endemoniado abismo mental es un páramo para todos aquellos paraísos posibles, idealizaciones de la escritura, porque ésta nunca es ideal, la palabra ya nace corrupta y corruptible desde el momento en que se le piensa; porque en una lucha no hay paz, hay conflicto, hay desunión, guerra de adargas lógicas retumbando su belicosidad en la psique, reclamando su lugar en el mundo y de esa forma su destino y la concordia de su muerte.

Digo que es un personaje porque no es un ser opaco, al contrario es espejo de muchos; no reflejo, arquetipo, no tipo; es un ser trágico porque vive y  muere por su propia boca, porque habla para el hombre desde sí mismo y tiene el valor de sostenerse, aún en sus equívocos. Al ser verbo, se crea, se es porque no tiene miedo de contestar y de interrogarse para volver a responderse y cuestionarse y ser definitivo y puntual y con ello clavar o clavarse el venablo de sus inquisiciones y por ello también es enjuiciado y ejecutado: “palabra reina altiva”.

Trágico por convicción y por ignorancia, trágico por querer ser en un mundo en que ser es enfrentarse al vacío y al miedo y a la monotonía; y al rechazo y al sinsentido y a la ignorancia; y a la evasión y a la uniformidad, al absurdo de la utopía.

En este mundo hace falta equivocarnos más porque del equívoco viene la concordia, la libertad; detrás, la lucha y antes la acción, el pensamiento, la pregunta, la discordia con el mundo y anterior a éste el querer ser.

Bloom es presente y es pasado y espero que sea futuro; es un hombre Clásico por formación y vocación pero también un hombre de su tiempo y fuera de su tiempo porque se atreve a decir, a juzgar de forma categórica sin importarle lo que otros piensen, lo que yo mismo crea. Su espina ética es lo que me hace leerlo con avidez, lo que me fuerza a tratar de rebatirlo, a preguntarme, a ser y a ver la distancia abismal entre mi conocimiento y el suyo, siempre universal, enciclopédico, totalizador, pero sobre todo humano, porque en él la literatura es orgánica, es un árbol con sus pájaros estivales, pero también con su invierno y su podredumbre.

Bloom es un hombre que piensa y pensar es analizar el mundo, es mirar la literatura en toda su compleja humanidad y lo que ésta tiene de divino. Y pensar es el estadio más alto del hombre; y el deber del crítico, por encima de todo, es humanizar, no es crear consciencia sobre… sino tener consciencia sobre…, lo demás vendrá por añadidura; y Harold Bloom a pesar de ser Harold Bloom y por ser Harold Bloom la tiene.


lunes, 20 de mayo de 2013

ESCATOLOGÍA


El baño no sólo sirve para organizar nuestros pensamientos o dar origen a ciertas ideas como ya dije en una entrada anterior. Los mingitorios también son un espacio de revelación, de sacralidad. Sí, señores, sí, de SACRALIDAD. Yo no lo creía, yo no quería escribir sobre este tipo de cosas, porque vaya, en estos tiempos quién va a creer en lo ultraterreno, en cuestiones más allá de nuestra comprensión y si a eso le aunamos que la experiencia sucede en el baño, pues díganme, quién no pensaría que me estoy cagando de ustedes, digo, riéndome, hasta yo dudaría de tal comunión con lo divino. Pero si pudieran meterse en mi mente les aseguro que la sinceridad y el azar son lo único que rige a este escrito.

Todo comenzó una mañana, tiempo que también niega toda revelación y no digamos, una transverberación; que en esos lugares, perdónenme, hasta yo dudaría de la parte divina de la experiencia, no así de la posesión y de los ojitos de plato tal como los de nuestra Teresita de Ávila. Pero una revelación, un pequeño atisbo de algo que nos trasciende y arroba, que nos horroriza por su patencia divina, por su calidad inhumana, sí puedo creer que suceda en el baño; y sí, sí la viví, mejor dicho: la padecí.

Eran menos de las diez de la mañana (ya saben el asunto de la puntualidad y de mi capacidad para mear que es portentosa), entonces me dirigí al lugar propicio al llegar a la universidad, pero por otra extraña razón los depositarios de mis desechos fueron los que se encuentran en el primer piso, en el pasillo de la facultad y no los habituales de la biblioteca –que como en otra entrada comenté, tampoco es lo usual en mí (ahora que lo pienso la otredad, la experiencia sobrenatural sobreviene a partir de estos pequeños cambios de conducta, de esos momentos en que la rutina se rompe debidos a… No sé… ¿Destino? ¿Soy realmente quién decide a dónde mear? ¿No seré dirigido por esa mano y ese ojo omnipotente y omnipresente hacia algún lugar de su capricho? y ¿cuál más caprichoso que los baños?)– pero bueno, sea como sea el lugar fue ése.

Total que a paso veloz atravieso el pasillo, esquivo a tres cruceros trasatlánticos acallados en las diversos puertos que dan a los salones, tropiezo, el buque de mi vejiga se ladea, casi derrama su contenido, pero logro llegar y en ese instante, toda la luz y la claridad del baño me golpea. Frente a mí, en medio de una especie de vapor y de humo,  un señor de traje café embarrado, de barba y cuerpo de náufrago atiza, hacia el techo, la bruma que se desprende de sus hinchados cachetes. Sus ojos están enceguecidos por el paño que cubre las micas de sus anteojos, embebido completamente en el disfrute de su neblina no se da cuenta que a unos pasos lo observo fijamente hasta el punto de haber olvidado la razón de estar allí.

El camarote de su goce se cierra de súbito, la escotilla de su boca deja de pasar brisa alguna; es entonces que me doy cuenta que me ve de perfil, de arriba hacia abajo –a pesar de tener el mismo tamaño que yo–, como si al invadir la privacidad de su alegría fuera un crimen imperdonable, como si la desnudez viniera precisamente en dejar observar a otro las recién liberadas amarras de la felicidad.

Su barba de pronto adquiere un matiz cetrino, un ulular de cuervos moribundos  tristea con su muerte sobre aquel mentón y sus ojos, infame turba de nocturnos graznidos, me señalan, se me entierran en mis ojos, en esa parte de mi cerebro que empieza a esculpir ese instante que ellos quisieran demoler, demolerme como yo hice con aquel tiempo de felicidad.

De pronto, bajo mi mirada, el traje se le arruga más, es invisible, puedo notar el pudor, la conmoción de su piel abandonada, el descuido que de pronto es evidente hasta para mí, su nerviosismo, su entrada a los minutos, su peso sobre las baldosas de los baños. Yo sigo avanzando, escucho mis pasos como una mirada obscena que no quisiera formar pero como dije, hay ciertos actos de nuestra vida que no los hacemos nosotros, que alguien más los dirige y por ello seguía minúsculamente avanzando, dejándolo sin el consuelo de la ignorancia por parte de ese desconocido que seguía, sin quererlo, es más, sin saberlo avanzando hacia él.

Atravieso el umbral, justo a unos pasos de aquella presencia náufraga, de aquel mar de pronto despierto en la isla desierta que ha formado en torno suyo; virgen en la niñez de su goce, de ese vicio que sus manos tratan de ocultar y que al temblar las falanges hacen más evidentes la ruta y el tesoro mismo. Observo el humo del cigarrillo que en esos momentos tiene más consistencia y más firmeza que esa mano huesuda y casi ultraterrena que trata de ocultarse de mí. Es pienso, como esa rosa del paraíso al despertar, pero para él es el placer descubierto, el regreso a la prohibición, al tiempo.

Porque la felicidad son esos actos o hábitos en apariencia insignificantes, que duran unos segundos, minutos, quizá. Como fumar en la universidad –que ya está prohibido– o hacerlo a pesar de la prohibición del médico o de la pareja, etc…, o como quitarse los zapatos y mover los dedos después de un día muy pesado de trabajo.  Y por ello aquella mirada de león de mar herido, de salmón entre los dientes del oso me es sacrificada, pero ak mismo tiempo ese instante irrecuperable, ese momento de alegría me abate de pronto y tengo la clarividencia de que esos instantes los he tenido contados y que yo no soy más que el reflejo de aquella presencia desvaída, que de pronto me desdibuja entero el esqueleto. Quisiera decirle algo, decirme algo, pero aquel licántropo reconcentra todo el tifón de su soledad en un último zarpazo de su mirada hacia mí antes de aplastar su cigarrillo en la suela del zapato y empujarme mientras se dirige rumbo a la salida. Estiro la mano sin decir nada, veo su espalda cada vez más lejos, llega a la puerta y gira sobre el pasillo, lo sigo o pienso que lo hago, pero al llegar a la entrada de los baños no puedo levantar la mirada, ni siquiera logro enfocar el eco de sus pisadas al alejarse. 

Volteo de nuevo hacia dentro y observo aún la última fumarola que queda en el aire, camino hacia ella, me envuelve y así me miro en el espejo: borroso, velado; veo detrás, como si estuvieran muy lejos la evanescencia de los retretes y enseguida vuelve la sensación de angustia de hace unos minutos, voy hacia uno, el vacío poco a poco me va llenando, escucho una melodía ronca y aguda. En un instante domina la blancura de la cerámica y la turbulencia del agua limpiando mi presencia. Me subo el cierre de la bragueta, el mar está en calma, salgo, demasiado en calma.

viernes, 10 de mayo de 2013

MAMÁ SOY PAQUITO



(EL MÁS TRISTE RECUERDO DE ACAPULCO)

Sí, lo sé, muchos dirán y digo entre ellos: “es un día inventado” o “es un día hecho para que gastes, una loa al consumismo desaforado”, “a la madre se le celebra todos los días y no sólo uno”, “es mantener el estado de sumisión de la mujer”, “es un día para los hipócritas”, “es la forma de señalarle cuál es el lugar que tiene en la familia y por ende en la sociedad”.

Sí, sí, sí sesudos estudiantes e intelectuales, sí, ustedes siempre tendrán la razón, la revolución intelectual, la contracultura, la rebeldía está de su lado. Sí, cómo no ver la utopía que tratan de derribar, aunque quieran crear otra que pienso tiene menos futuro –pero esos temas no me importan. Aunque, es cierto que son necesarias esas punzadas revolucionarias para mover la conciencia de aquellos, que como yo, han perdido la esperanza.

Pero, díganme, destructores de mitos políticos y luchadores sociales, ¿cuántos de ustedes consienten a su madre o le dan regalos sin importar fechas documentadas: actas de nacimiento, matrimonio, etc…? La verdad yo, sin pena lo digo, agradezco este tipo de días por la sencilla razón que me obligan –porque la vida me jala de un lado a otro a estar con mi madre, ya mañana volveré a la mierda diaria. Además, jóvenes, ¿su madre piensa igual que ustedes? ¿Ella tiene la misma consciencia social que ustedes? ¿Tuvo la misma oportunidad educativa? Y aunque me digan que sí, la consciencia, el modo de pensar cambian de una época a otra; los valores son dinámicos, nada permanece igual.

Por mi parte puedo decir que la mía no piensa como yo, mi educación –y estoy en la maestría– se la debo a la chinga que mi madre se ha llevado todo este tiempo trabajando; y por lo tanto, no tuvo la oportunidad –en este momento no sé si llamarlo fortuna de embeberse en entelequias, en esgrimas intelectuales. ¿Cómo pensar en cambiar al mundo si no tenemos para tragar? ¿Cómo pensar si no tenemos cuerpo más que para arrojarlo a la cama y descansar unas cuantas horas para volver al maratón diario?

No, decirle a mi madre que no espere unas flores o una sonrisa o una charla este día sería muy egoísta de mi parte.  No, me niego a despotricar sobre el diez de mayo, me niego a no darle un beso en el cachete a mi madre y decirle, con pena, felicidades, porque lo que tuvo de hijos no conlleva mucha felicidad. Me niego a ser por hoy un soldado fiel de mi amargura. No hoy, quizá con el día del niño sí, y eso porque odio a los niños, pero a mi madre, no, porque “madre sólo hay una” y se ha de ser muy hijo de la chingada o no tener madre para no darle un fuerte abrazo o escribirle unas palabras diciéndole cuánto la queremos o nos ha dado.

Me disculpo con los intelectuales, con mis amigos tan avant-garde de ellos serán las utopías y toda la amargura del mundo; hoy mi cultura se reduce a la comunidad de mi casa, no quiero leer un discurso crítico, sesudo, muy bien escrito y fundamentado en contra de este día, no hoy, total, para mí esta batalla de si vale o no vale el diez de mayo es inútil, es más, tiro los guantes, pierdo la lucha; porque ser un borrego en este día, ahora me doy cuenta, es una batalla ganada, porque hoy, al menos hoy dejo mi egoísmo, mi careta de letrado para cantar junto con mi madre esa canción que dice algo del más triste recuerdo de Acapulco.

Hoy, señores, me disculpo por la brevedad de mi entrada, pero me toca lavar trastes, ir a comprar el pastel y que me digan mis tías y confirme con un movimiento de cabeza mi madre, lo guapo que me he puesto; y una madre, señores, una madre, óiganlo bien, y más la mía, que es mucha madre, siempre tiene y tendrá la razón –ahorita me siento entre Manuel Acuña y Díaz Mirón, para dar pena

Buena tarde.

lunes, 6 de mayo de 2013

ORINARIUM



A mí lo primero que me importa al llegar a CU es encontrar un baño. Tengo la vejiga pequeña y además hay una cierta satisfacción en bajarme la bragueta, aflojar el vientre y sentir el cableado de la verga anegado de orina. Ese fluir hacia la nada, al vacío de la cañería me retorna a la literatura que es otra forma de sentir el cuerpo, el alma, la vida que no es más que un río “que va a dar a la mar que es el morir”.
Por unos minutos la calma me ahoga, siento que el viaje de casa a la Facultad de Letras no fue más que un sueño; que estar parado viendo mi orina caer en la cerámica blanca no es más que la sustancia de ese sueño o del paraíso –depende las ganas con que haya llegado a los baños–.
A veces me gustaría alargar esos momentos porque son pocos en los que puedo estar conmigo mismo. El ruido del líquido en el fondo del urinario es una especie de música de relajación, una especie de entonación mántrica, el punto nodal en que se afianza la espina de mi equilibro y es allí, en ese estado de relajación, donde puedo pensar mi día y no sentirme aterrorizado y apabullado por todo lo que se supone tengo que hacer.
Al sacudírmelo un poco, al verlo por última vez en esa calma: coqueto, mío, obsceno, soberbio vena a vena; siento que la vida me ha dado más de lo que merezco y vaya que no merezco tanto, hasta hay días en que llego a pensar que si el alma está fincada en alguna parte es en el deseo y que su cuerpo es la envergadura de mi falo: dura ternura en mis horas de arrebato.
En ese santuario del cuerpo, de las miserias del organismo he pasado revista millones de veces a mi vida, a miles de pensamientos que pululan sobre las aristas de lo que soy. En los baños de la biblioteca Samuel Ramos las aristas que más se delinean son sobre todo las intelectuales: la manera en que podría abordar cierto ensayo o dirigir mis tiros en la discusión y en el análisis de ciertos textos. La clarividencia –no es casual que el color que domine aquel templo sea el blanco–, la inspiración están a la orden del análisis, de la creación, porque no me pueden decir que hablar no sea un parto, que ciertos diálogos o monólogos que empezamos a urdir para fraguar nuestros pensamientos al tartamudear sobre literatura no lleven cierta huella poética. Y ni qué decir de algunos versos que me salen al calor del fluido, palabra a palabra las frases se empiezan a juntar empapándome las manos que en esos momentos precisan de papel y pluma para no perder aquel rapto que en el remanso del tiempo –porque para todo aquel que orina o caga el tiempo se distiende o deja, completamente, de existir– nos ha sido dado.
Ya han sido varias veces en que siento que llegaré tarde a clase por no tener verdadera consciencia de la hora. Aunque a decir verdad nunca he llegado realmente tarde y la razón principal es que tengo un don o una maldición, dependiendo como se vea, con la puntualidad, pues simplemente algo pasa que siempre estoy en el momento indicado, pero ése ya será tema de otra entrada. Lo importante es que el tiempo mientras uno descarga el cuerpo deja de existir para darle paso a la consciencia o a la inconsciencia que nos invade en esos momentos.
Yo por ejemplo, no me imagino a Galdós o a Clarín sin ir a cagar o mear mientras escribían sus más grandes novelas. De hecho, pienso yo, que la novelística del siglo XIX se debió fraguar y pensar entre los azulejos o la pared rasa de los mingitorios.  Las minificciones por consecuencia no son más que creación hechas en el estreñimiento, premura de oficinistas y maestros que de a bolitas de borrego descargan el apretado caudal de su cabeza. Finalmente nuestra sociedad es eso: un estreñimiento sensitivo y racional.
Sin un espacio propicio para la soledad la mente estaría atiborrada de todo menos de ella misma. Un baño permite escuchar el eco o el vacío de la cabeza. Sentir el rasgueo de pensamientos acumulándose en la mente, pugnando y pujando por salir, “parto de sentidos”.
En la actualidad el paraíso ha dejado de ser un jardín con una mujer encaramada en su belleza al pie de un árbol. Ahora el edén es un templo cerrado, sacralizado por sus excreciones; porque sólo en un escusado “la soledad sonora” y “la música callada” son posibles literal y metafóricamente.
Estar en el baño es descubrir, para el que se toma el tiempo, el cuerpo, su organismo, es sacar de las tripas algo más tangible aunque incorpóreo que aquello que flota en aquel mar de podredumbre. Si cada uno de nosotros debería de leer al menos una hora al día también debería tener el tiempo necesario para digerir su comida, sus lecturas o los acontecimientos acumulados en el día o en la noche. La experiencia sólo se adquiere a través de pensar en nuestros actos, lo que no podemos integrar a nosotros no se convertirá en experiencia y sólo se desechará como la mayoría de nuestros días.