miércoles, 26 de marzo de 2014

EL CAFÉ Y SUS INFANCIAS



El gusto proviene de mi madre, sobre todo de las historias que surgían de sus manos que parecían sorprenderse por los olores que ellas mismas recreaban al describir las bondades del café, sobre todo el turco.  Por ello, no puedo pensar en éste sin que haya algo de teatralidad, de aspavientos que son necesarios para la oralidad.

En mi infancia la experiencia del café satisfacía algo indefinible, una sed intangible, por así decirlo. Las voces en torno al café, o para ser más precisos, la de mi madre se adensaba, envolviéndonos con el traje que quisiera ponernos; sus modulaciones nos acercaban a otras voces, otros mundos que como actos de fe terminábamos por aceptar. A veces nos dejaba acompañarla a su juventud, cuando tenía dieciocho años y empezaba a ganar su dinero; otras, nos daba cuenta de sus futuros ya realizados o aquellos que siempre se quedaron allí, en ella, abiertos siempre, unos como heridas, otros como joyeros de flores y alguno más como polvillo de repisa.

Cuando Esperanza –mi madre- hablaba, inmersa en esa atmósfera de olores y sabores,  su mirada se alejaba, como si de pronto no estuviera allí con nosotros y su corrillo no fuéramos mi hermana y yo sino sus propios hermanos, aún niños, o algunas de sus amigas o aquellos hombres con los que imaginaba unas cuantas esquinas de felicidad y odio y que en su voz sólo se dejaban presentir por unos raros silencios y a veces por una pizca de sonrojo que no lográbamos entender. Pero fuese lo que contase, sus ojos adquirían un aire de malecón, de nostalgias, una brisa de naranjas en la boca y algo de sal en los labios, con todo y su ¡ay, de mí! 

Los silencios en ella eran niños jugando a los escondidillas, unos que nunca logramos encontrar y nos daban, cuando menos lo esperábamos, el uno, dos, tres por todos mis amigos. Pero nunca perdíamos, no; nadie pierde en una charla porque una historia nos enriquece de pasado, de deseos que se yerguen en nosotros sin saber que los llevásemos dentro. El escuchar una historia nos hace partícipes de un mundo, se nos concede su llave y sólo nosotros sabemos si ésta seguirá murmurándonos o será nuestra incredulidad quien nos haga olvidarnos de su existencia.

Entre sorbo y sorbo sus palabras bullían a oleadas de banderas blancas, con el juvenil ímpetu de mangos apretados entre las manos, escurriendo entre las comisuras de los labios... Pero no sé, hace mucho de esta historia y quizá la estoy confundiendo, pues pudiera provenir de otra parte y de otra mujer, ya que a Esperanza la fruta que más le gusta es la flor de la papaya, no los mangos, no.

Pero bueno, en su boca un aire de sonrisa, una puerta blanca de silencios y de rojas ventanas  aventuraban más de lo que se atrevía a contarnos. Y aun así era tanto lo que nos daba, demasiados mundos que convivían en nuestra misma calle, demasiados para una mujer tan diminuta que en aquellas horas crecía desmedidamente, primero era tan grande como la casa, después el mundo no bastaba para contener ese torrente de tiempo y palabras.

El café que se preparaba en mi niñez, debo aclarar, nunca fue el turco, por ello sólo podíamos imaginar su sabor, su densidad, ese terciopelo de mariposa que se sentía en la lengua y en las comisuras de los labios, el picor del cardamomo que se abría como piquito de chupamirto. Pero era bueno que no tuviéramos idea a lo que sabía, porque eso mismo hacía que la bebida tuviera algo de mágico, como si el café sólo existiera en la imaginación de mi madre y gracias a ella adquiriéramos el don de probarlo.

Nosotros, en cambio, teníamos una pequeña cafetera de acero inoxidable con un tapón de plástico transparente por donde el café anunciaba su llegada.  Parecía una especie de pertrecho militar antiguo, un objeto vital para la sobrevivencia, su volumen parecía contener todos los haberes que mi familia había acumulado desde el principio de los tiempos.

Desde que la recuerdo siempre estuvo abollada pero nunca dejó de funcionar. La preparación en ella del café no era compleja, por ello el ritual era mínimo pero intenso. Desde  el momento de poner el grano molido en la coladora de la cafetera el olor nos llenaba el cuerpo y la imaginación, y a mi madre las ganas de conversar, de llenarnos la cabeza de otras ella y de esos seres que no coincidían con los que teníamos delante: primos, tíos o abuelos. 

Ella convocaba a sus fantasmas o –ahora que lo pienso- quizá eran éstos quienes le hacían cosquillas en la lengua, pues parecía que estuviera poseída por una sed inagotable de decir, de salirse de sí, de esa vida encerrada en las cuatro paredes de sus hijos, en el entramado de calles que desembocan siempre en su trabajo, en sus manos, raíces gordas y torcidas, firmes y milenarias en el delicado oficio del manicure con el que nos sacó adelante.

Tengo que confesar que he perdido la mayoría de los mapas y las cartas de navegación que mi madre fue depositando en mí desde la infancia. Pero es que eran tantos, a veces sus líneas se juntaban, un continente era otro y al otro día estaban en las antípodas; otras pugnaban por revelarse, por hacerse la guerra, por destrozarse y dejar nada, nada; otras armoniosamente se juntaban, hacían fiestas, quitaban las cercas que las dividían y jugaban a ser un gran territorio, un tiempo y un espacio fijos, una eternidad que al otro día quedaba amputada, sobrevivía una amnesia, un barrer por aquí y por acá y todo terminaba en un limpio y recto apalabramiento de adoquines que quizá mañana ni siquiera quedase su recuerdo.

Aunque todavía suena en mí el nombre de su amiga Italiana, Carmen; que ahora es más personaje de ficción que antes, pues ya me ha tocado escuchar su voz, algo muy a la Unamuno; al principio era desconcertante, pues escuchar las modulaciones de las cuerdas vocales de un personaje que creías hecho sólo de palabras y que su voz era una cierta modulación de la de mi madre  es algo que te hace dudar para siempre de la realidad. Pero yo la verdad no dudaría que algunos de estos seres pudieron corporeizarse de tanto que Esperanza los traía a colación, por ello me niego a pensar en la realidad burda de Carmen, no, ésta es realidad de mi madre, de los cuentos que de ella escuchaba de niño.

Volvamos a nuestro asunto, cuando el gusto por el café turco se hizo más intenso en ella,  la bebida ya no sólo permitía el ingreso a la memoria, también al futuro y no como un mero deseo, sino que éste era una concreción tangible, pues lo venidero aparecía en modo de sombras, de perfiles familiares o que muy pronto lo serían, caminos mutilados que sólo nuestra voluntad podría reconstruir, líneas que contaban una historia por hacerse y que casi siempre tenían algo que ver con el amor y siempre con el deseo que iniciaba en forma de arenilla en los asientos de la taza del turco.

Si tuviera que resumir esos años de aprendizaje diría que el café, a un nivel inconsciente, fue mi acceso al tiempo y al deseo, deseo que por ser finito se perpetuaba con la palabra y por gracia de ella se invocaba. En mi infancia ésta era diálogo, voces vivas, charlas que desde muy lejos pedían si no mi opinión, sí mi atención y algo de indulgencia.

Ahora, aunque no es lo mejor, pues el tiempo y sus azares acumulados en otra persona siempre son preferibles a los que nuestra mente puede urdir, muchas veces, por falta de contertulios o de tiempo, o porque padezco el mal del solitario, converso conmigo mismo a través de la  letra escrita, ya sea al leer un libro o al escribir un manojito de palabras. No se crean que es algo sesudo, no, tampoco algo que se pueda o deba presumir; para mí, el café me permite estar cerca de los míos, de mi hogar, es buscar la comodidad, el querer estar en familia y amigos, ¡fuera los zapatos!, la charla debe ser cálida, sin prisas, desgarbada, como un canto que rueda de a poquito hasta perderse en las lenguas del río, o las manos que en la calidez de un callejón encuentran las lunas bajo la falda, las estrellas que perdidas cayeron de la noche y alumbraron un poco ese matadero de alma que llevamos dentro.

Por ello un buen café no se toma rápido, no debe ser visto como un instrumento para despertarse, no. Un buen café, como todo lo que se valora en la vida, nos lleva de la mano hacia donde quisiéramos estar en esos momentos, como sucede con la escritura, el diálogo, la amistad; todos estos expresiones, escrituras del deseo, maneras de decir amor o humanidad.


domingo, 2 de marzo de 2014

ESCRITOS SOBRE LA NOCHE


No sé por qué en la noche se van acomodando, sin importar que tenga mucho o poco que decir, las palabras. Como si la noche les diera su lugar en el mundo, un fácil acomodo y un desparpajo propios, independientes de mí –amargado por oficio y preso en los márgenes de la academia, pero nunca en su centro-.

La escritura diurna, antes del crepúsculo, por el contrario, parece tejida frente a la ventana que da a la calle. Como si el que escribiera esperara algo, una señal, el rostro que le revelase una esquina sólida de futuro; pero la mayoría de las veces nada se consigue porque los sentidos están puestos en todo menos en las palabras; por ello, la impaciencia gana terreno y la aridez de la hoja es aun mayor.

Aquel espera no la escritura sino un asidero en el mismo mundo, los rasgos definidos de alguien que logre avasallar el papel por unas palabras que nombren lo nombrable y no lo innombrable. El amor, para éste, es en un rostro y un cuerpo ya definidos de antemano; no es una sensación, no una dolencia que se precipita desde dentro hacia fuera para regresar a nosotros fortalecida del mundo que nos rechaza, presa de sí y de nosotros que la alimentamos de nada, de una fe puesta en unas palabras que ni siquiera la nombran, de un silencio que a gritos la desnuda y la viola.

Pero también está el escritor diurno que ama la fama, que le gusta ser visto en los cafés con un libro o una libretita o una lap escribiendo “La novela” o “El poema”. El escritor solar busca una manera de ser parte de la sociedad, de arrojar sus palabras al mundo para que alguien lo salve de su propia escritura, para que rompa el encadenamiento, la tortura amorosa que es el oficio de escribir. No le interesa crear un mundo propio, pues si lo crea quiere que ese mundo se adapte al otro desde el cual escribe, pues el reconocimiento de su obra es necesario para que siga escribiendo. La palabra para él es un medio, nunca un fin; la palabra es una puta que se aprieta para sacarle el auto, la casa, el poder de subyugar a otros; que brille sí, pero que brille como un metal conocido, que el sol y sus ciclos sean una bruta deidad de piedra y oro que le permita cobrar mes a mes sus regalías.

Pero hay otros escritores diurnos que se la pasan penando al no poder ver en la tarde algo más que la tarde. Esperan la palabra justa, la idea, la primera frase o verso que les permitan escribir su obra. Pero el sol es una deidad devoradora, ante sus ojos y sobre su piel sienten el comal vivo de la calle, el horizonte bosteza y amodorra la imaginación que se va agotando, se seca con mayor premura bajo esa iridiscencia que se empecina en ahuecar las ganas de escribir una mísera cuartilla, un párrafo, una frase que sea el arranque de algo. Ellos son los faquires de la esterilidad, penantes por convicción y tozudez; flor y canto del desierto, espejismos de palabra, fantasmas de la escritura, olvido y espina en la memoria, genios del instante, los apalabrados sin palabras.

El sol, sobre todo el de las cinco de la tarde, se cuela en los huesos, va ahondado en cada frase pensada –sólo pensada- de la supuesta obra que se está escribiendo; hasta que al final, todo engaño es inútil, la hoja nos devuelve un resplandor de odio, blanco, estridente como el filo de la carcajada que terminamos apretando en la mano, en la frustración trabada de los dientes y que lanzamos fuera, muy lejos de nosotros, como las ganas, al menos en ese día, de seguir intentado trazar esa idea que se convertirá en la gran novela latinoamericana.

Pero en la noche todo es diferente, la escritura es un río con una variedad inmensa de afluentes, algunas veces pareciera que apenas si corriera, pero en minutos se sale de madre, corre sola, sin control, como si el universo dependiera de ella, como si la vida la necesitara para seguir respirando, para sacudirse un poco. La escritura nocturna está más cerca de la locura, del sueño que de la razón y sus geometrías.

Quizá en la noche escribir es más sencillo, al menos para mí, porque el charco de mis memorias es nocturno; mis recuerdos, desde que tengo pasado, nunca han tenido mucha lógica, son un pueblo descabalado, un montón de trapos que no forman un traje, un vidrio roto que muestra partes de un cuerpo, de una genealogía amorosa que es imposible conocer a cabalidad. El amor, ya lo dijo algún poeta, es sombra fugitiva, memorias de fuego, noche de carnaval y de instantes.

Cuando miro hacia dentro de mí, por ejemplo, nunca puedo tener una imagen completa de nada; de hecho, la lógica, la hermanita de la cordura, se mueve en un bajo perfil, como servidora pública, como burócrata desangelada.

No me culpe, no está en mi talante tratarla bien, no se me dan las falsedades; ¿a usted le gustan las filas, las entregas de documentos, las citas para hacer cientos y cientos de trámites? Por eso no me cae, aunque últimamente la he visto más flaca; digo, nunca ha sido muy guapa, pero ahora la veo muy decaidita a la pobre; quizá, y sólo quizá, se deba a mi desinterés, pero es que la veo y cada vez me dan menos ganas de bajarle los calzones, de montarme en ella para ser parte del engranaje social; ya hasta me aburre aventarle niños para que le hagan cosquillas o vendarle los ojos y dejarla en mitad del patio a la hora del recreo. Vaya, no me inspira, pero no por eso quisiera que desapareciera, digo, uno no debe de entrar a un salón de clases sin pantalones, o gritar lo que se le venga en gana; sinceramente, no sé qué haría sin cordura. Además, tengo una tesis por terminar y sin un esquema, sin un orden, digo, la vida también sería inhabitable. Ah, pero por otra parte, no me gusta la parquedad ni la seriedad de formol; yo, desde niño, gozo con las cosas turgentes, plenas de sí, bien dadotas para clavarles los dientes de todo el cuerpo.

Por ello escribo sobre todo en la noche, me gusta una dieta rica en grasas y perversidades. A veces ni cuenta me doy que la llevo de tan arraigada. Por ejemplo, en este momento recuerdo unas piernas largas, unos muslos que merecerían toda la morosidad posible para recorrerlos. Lo raro es que hasta este momento las rememoro. Las vi en los pasillos de la Facultad pero no me acuerdo que las haya visto, no sé si mi entiendan… y las estoy recorriendo tratando de… retener… así… un poco más… y esta mano…, traviesa… despacio, así, agarra tu ritmo… sin tanta prisa veloz saeta…  al menos… segundo. ¡Ah!… en fin, ah…

Pero es inútil, la noche me impele a seguir sin rumbo, como tablón de náufrago me lleva, como el sentido del sinsentido, de pensar en la muerte sin adjudicarle un rostro o unos cuantos huesos al menos escribo. Aunque a decir verdad, siento un profundo goce al ver la agonía de los Baldores de mi vida, de esos caminos que vamos construyendo para dotar de sentido al día, al mundo, a la misma noche, sí, a ésa, a ésta que me obliga a machacarme frente a una pantalla en blanco para crear una esquina de aire, un jinete en la tormenta, un jardín circular que tenga sólo ángulos, un laberinto con demasiadas salidas para evitar las pesadillas, las lagañas del llanto. 

Construyo mis puertas, mis ventanas para luego tumbar mi cuarto; es más, ahora estoy en una playa, en aquella donde fui feliz y fui desove de ballenas en la madrugada, aceite de marinero para alumbrar un gemido –luz de la lámpara apagada-. Aquí la temperatura es de veinte grados, no pasan aviones, sólo las mofletudas nubes se mecen en sus hamacas de viento; una ciudad se pierde allá en lo alto, más allá de las primeras estrellas, una muralla hecha de crepúsculo se vierte en espumas con cada parpadeo. El oleaje surge de mis manos y se extiende tierno ante mi lujuria –siempre infantil-, ante mi lengua entre los glúteos de esa mujer, de esas mujeres que no, y que ahora sí y sí, sí, sísísí las rescribo, les doy su letra para luego paladearlas en mis alfabetos personales hasta el punto final.

La noche me devora, me sumerge, me ahoga de nada y de todo, soy una mancha de tinta circuncidada, el buen judío que deseó mi madre, el hermano que necesita mi hermana, el amante para todas esas mujeres que no necesitan uno, que no sabían que lo necesitaban hasta que me ven pasar forrado de pelo y de baba, de lengua y de peces y de kimonos jadeantes en una acuarela japonesa sumergida en el agua. Soy un fotógrafo enfocando el gemido, soy y apenas palabras...    pa pa bras

La playa es una noche de plenilunio niñas con el calzoncito en la boca apretado y mojado entre el sudor de sus dientecitos entre el callado ardor que a mi imaginación avivó Lolita lúnica, lade todos jadeante  fermento jade en las venas cuerpo al mundo techo de menos…

 Aquella portada de Molotov, si no fue mi iniciación sexual, sí apretó el cogollo de la perversidad, la fue puliendo, como aquella Fabiola que ahora es mía y que un día tocó mi pecho y me duró la erección toda una vida, floreciendo mes a mes, enarbolando un perenne mayo danzante… enredaderas de Graciela y tantas Gabrielas en flor y Tamaras, Dayaniras y Deyaniras y Yazmines y Paulinas-Paulas y círculos de Glorias y Ruths sin tanta sal, solitas, sobre un elefante faldero que escondo en mi cuarto y que hasta ahora, en esta noche en que todo lo puedo las devoro hasta tener los dientes deshechos de azúcar, hasta que el clavo, qué digo clavo, viga, asta, mástil de los tiempos, mango del Vaticano, envidia de musulmanes, demonio africano, ¡Jesús! cristo de señoritas y devocionario de novicias se yergue con las últimas palabras de este texto que, por urgencia de sábanas termino.