jueves, 27 de agosto de 2015

EL ARTE DE SERVIR (LA ATENCIÓN DEL OFICIO)



¿Por qué la indignación al escuchar las palabras servir y atender; sobre todo si se practica un oficio? Desde el ceramista, pasando por el maestro, el barista, el médico, el carpintero y el poeta, deben de tener en claro que su profesión no es sólo para sí mismos.

Hay mucha alegría en dedicarse a eso que se ama, pero ésta se intensifica al pensar en el otro, al lograr que sonría con aquella veta de luz que nos “llena”. Si no tenemos en claro que los materiales y el talento puestos en un oficio están al servicio de las personas, nuestro trabajo quedará mutilado, algo en él habrá enmudecido.

            El poeta Rubén Bonifaz Nuño escribió: Yo conozco un oficio: aprendo a cantar… Él estaba consciente de lo que implica la palabra “oficio”, del trabajo y del amor que conlleva para el perfeccionamiento de dicha artesanía, en su caso verbal. La construcción poética no es tan diferente de cualquier oficio más tangible; y el poeta no es más ni menos que un artesano —no debiera aspirar a más—, si es que quiere servir al mundo. La palabra también se va puliendo, se le quita la rebaba a la lengua o se encuentra precisamente en esos ribetes la forma particular que hace de tal o cual verso único.

            Cuando ese verso o poema u obra artística ha tocado a alguien, estos han cumplido su función social. La tarea más importante de la literatura y del arte en general es la de sensibilizar a su espectador, hacerlo más humano, que sienta que el individuo que va al lado suyo en el camión está igual de cansado por trabajar ocho  miserables horas, o más, por un injusto salario; que el profesor sentado en los últimos asientos de la noche también se ha quedado sin ojos ni voz por haber pasado todo el día frente a unos monstruos —muchas veces sin educación— tratando de enseñarles algo; o también nos hace mirar la propia fragilidad en el esqueleto de pájaro de aquella señorita casi náufraga en el pasillo del microbús, ésa, la que apenas logra permanecer erguida, con la fatiga descolocándole el pelo, con el recuerdo punzándole la espalda por haber servido y preparado una cantidad brutal de café.

El arte nos permite percibir esos detalles, hacernos conscientes de que no estamos solos, de que el egoísmo no debiera privar nuestras acciones. Del mismo modo, el artesano del barro, el panadero, el saltimbanqui, el barista…, deben saber que la esencia de su oficio está en el servicio. Por ejemplo, sin la ilusión de la cafeína muchos médicos y maestros estarían perdidos; o ese milagro que es el círculo de una carcajada, sin los payasos, sin esos provocadores del mundo, serían menos mágicas, más amargas; los señores que preparan las guajolotas a las puertas de las escuelas son esenciales para que el lombriciento preparatoriano —y universitario— soporte la clase de química o de etimologías, o la agria locura de la maestra de lit. europea…

Me sorprendo y me duele cuando un artesano se ofende al escuchar los verbos servir y atender relacionados con su oficio, o cuando se desconoce su verdadero significado. Me gustaría reivindicarlos porque no son sinónimos de sometimiento o menosprecio; no son un indicador de status social; tampoco es un favor que el artesano nos hace por vendernos su pieza, cuando se le paga por su trabajo. El servir y atender están enmarcados en el terreno de la reciprocidad, ambos, cliente y artesano, esperan la especie y las monedas pactadas de antemano; el trato es injusto cuando cualquiera de las partes incumple con esto.

Ser útil para alguien es una de las maneras en que podemos llegar a ser más humanos, un medio para sentirnos completos. Causa una gran satisfacción enterarse de que otra persona ama lo que hacemos, que está feliz por el producto que hemos realizado y está dispuesto a pagarlo. Saber que alguien me lee y disfruta de lo que escribo me llena de una alegría sin dividendos —en parte porque nadie me paga por hacerlo.

Desde aquí agradezco a todos los que me han servido o atendido: maestros, colegas, escritores, baristas, chefs, meseros, ceramistas, estilistas, libreros —aunque ayer sufrí una mala experiencia por parte de uno—, músicos —ningún político—, etc. Gracias a ustedes mi vida ha sido un poquito menos pesada y he aprendido a disfrutar del café, de la comida oaxaqueña, de ciertos escritores, de cervezas, sobre ediciones de libros, cantantes… Asimilar sin su guía todo lo que me han transmitido hubiera sido imposible, además no lo hubiera gozado igual.

Gracias.

Les transcribo el poema completo de Rubén Bonifaz Nuño, él sabe mejor que yo decir lo que es el oficio del poeta:

Caminos, esquinas, encrucijadas.

Silencio de gente que se ha dormido;

que se ha protegido con paredes

y puertas y carne; que se oculta

de su corazón que sabe.

                               A estas horas,

ay, amigos míos, artesanos,

pintores, astrónomos, marineros,

estamos despiertos. Es trabajo

nuestro el de arreglar algunas cosas.

Hace falta estar atentos, tendidos

para no perdernos nada;

para recobrar lo que olvidamos.

Pensar, conocer, por ejemplo,

qué es lo que sucede cuando se encuentran

dos que van a amarse; qué, cuando muere

a solos alguno que quisimos.

Y cuando sentimos que un invisible

se instala de pronto al lado nuestro,

o se va en secreto, nos abandona,

¿qué hay, que no era nuestro, en la primera

mirada, el saludo que cambiamos con alguien?



Vivimos confusos; pero en torno

un mar apacible y en orden

cerca nuestras islas desordenadas.

Ay, amigos míos;

señoras, señores que no me escuchan:

hay oficios buenos, necesarios a todos;

el que hace las camas y las mesas,

el que siembra, el que  reparte cartas,

tienen un lugar entre todos: sirven.

Yo también conozco un oficio:

aprendo a cantar. Yo junto palabras justas

en ritmos distintos. Con ellas lucho,

hallo la verdad a veces,

y busco la gracia para imponerla.


lunes, 17 de agosto de 2015

LA FELICIDAD ES UN PAN RECIÉN SALIDO DEL HORNO



Es tan inconstante la felicidad, porque ésta es un límite, es un extremo que juega con el abismo. Un paso más y el aire, que antes nos mecía, caerá con nosotros, hará que la carne reviente más pronto y duro contra el suelo, contra esa idea que formó el engaño de la vida, de ésa que nos permitía ser parte de los demás, quizá sólo de otro.

        La felicidad es una experiencia conjunta —aunque nunca estamos solos, la soledad no nos pertenece, es un don, quizá el último del moribundo o del profeta—, es la palabra que se reparte como un pan salido del horno, muy pequeño, como un Vallejo niño, doradito, tierno; y hay tanta baba escurriendo sobre él, demasiados los dedos mugrosos, afilados, pálidos, dubitativos, criminales; y lenguas, miles de ellas y quijadas al por mayor: ciegas, embrutecidas; hincando los dientes en la carne del de al lado, en la suya propia, en la mesa, en lo que queda de la lluvia de lo que fue Vallejo, en lo que queda...

Y entonces viene la sed como un grito, como un polvo  o una rata azotada dentro de la garganta; y tocamos el otro extremo, el de la infelicidad, el de las sombras por la tarde, el del crepúsculo que pregona sus luces de suicidio, la luna del equilibrista desnucado; el de las tazas a medio hacer, a medio café, a medio frío, que siempre deja a una mujer que va de paso, que no es nuestra amante y sí nuestro desvelo y nuestra cama partida en dos.

Le ofrecemos la moneda de una noche, la última que brilla en nuestro rostro antes de que el mundo la vuelva a devaluar y la mujer sea una sonrisa perdida, la última gran ilusión entre la multitud dispuesta a devorarse.