Es tan inconstante
la felicidad, porque ésta es un límite, es un extremo que juega con el abismo.
Un paso más y el aire, que antes nos mecía, caerá con nosotros, hará que la
carne reviente más pronto y duro contra el suelo, contra esa idea que formó el
engaño de la vida, de ésa que nos permitía ser parte de los demás, quizá sólo de
otro.
La felicidad es
una experiencia conjunta —aunque nunca estamos solos, la soledad no nos
pertenece, es un don, quizá el último del moribundo o del profeta—, es la
palabra que se reparte como un pan salido del horno, muy pequeño, como un
Vallejo niño, doradito, tierno; y hay tanta baba escurriendo sobre él,
demasiados los dedos mugrosos, afilados, pálidos, dubitativos, criminales; y
lenguas, miles de ellas y quijadas al por mayor: ciegas, embrutecidas; hincando
los dientes en la carne del de al lado, en la suya propia, en la mesa, en lo
que queda de la lluvia de lo que fue Vallejo, en lo que queda...
Y
entonces viene la sed como un grito, como un polvo o una rata azotada dentro de la garganta; y
tocamos el otro extremo, el de la infelicidad, el de las sombras por la tarde,
el del crepúsculo que pregona sus luces de suicidio, la luna del equilibrista
desnucado; el de las tazas a medio hacer, a medio café, a medio frío, que
siempre deja a una mujer que va de paso, que no es nuestra amante y sí nuestro
desvelo y nuestra cama partida en dos.
Le
ofrecemos la moneda de una noche, la última que brilla en nuestro rostro antes
de que el mundo la vuelva a devaluar y la mujer sea una sonrisa perdida, la
última gran ilusión entre la multitud dispuesta a
devorarse.
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