miércoles, 24 de octubre de 2018

AQUELARRES




Tomo aire, estoy sentado entre clases, el frío me reconforta, siento vivos mis pulmones, las costillas; el aire se abre dentro de mí, estira los dedos, me lastima un poco y, me da pena confesarlo, me gusta cuando el dolor es justo, lo necesario para respirar y no perder la vida de este instante, el ajetreo de las hojas en los árboles, en el suelo que de repente es un panteón de hojarasca que despierta y gira a mi alrededor, danza como la fiebre, como la carne rejuvenecida de las brujas alrededor de un gato o un perro de aguas negras, siempre de aguas negras.
            La vida es un rasguño en las vísceras, una mano que tantea el corazón como si comprara mandarinas en el mercado, a veces aprieta de más y ya no hay manera de impedir el desastre, que el zumo se derrame por los dedos, que se consuma en la soledad de una mano en soledad.
            Respiro, siento el golpe en el costado, la patada de cabra que impide levantarme de la banca. Hoy amanecí cansado y la verga tan cruelmente humana, era un desbarajuste, un atentado contra mí mismo, una declaración de guerra que mis ojos se negaban a ver, que mi propio cuerpo rechazaba, pero estaba allí, dura, marcada, imposiblemente bruta a mis años.
            El deseo no respeta el sueño o un cuerpo triturado por el insomnio, el deseo es ese animal que nos muerde las venas, que lame el vientre, el pubis, que recorre religiosamente las laderas del sexo y bebe; hay tanto río en mí que me ahogo, me desboco entre el balido de la bestia, entre su sed.
            El deseo es esa noche que es ahora en esta banca, que es ahora en el recuerdo de una lluvia y una calle que nos dio la esquina de su oscuridad, es este dolor en el costado, eres tú y tus senos y mi boca en ese brillo tuyo que hiere y lubrica, la saliva que cae y desespera una tarde y toda la violencia de la hojarasca que insiste en olvidar su muerte y cubrir de abril lo que me queda de otoño.
            El aquelarre se adelantó este año, la cabra no deja de balar y patear mi costado.

viernes, 19 de octubre de 2018

ACTOS DE FE

                                                                                (Creo que la foto es de Consuelo Martínez)




No entiendo la mordida sin la saliva o tus nalgas sin la marea contra las rocas de esta catarata en que el vértigo del agua me desgarra y la corriente abre mi carne, la estira hasta el ojo de tu torrente que anega las esclusas de la razón y la sangre.
            
                           El ahogo es la cara del misterio, el movimiento su revelación.

jueves, 11 de octubre de 2018

EN LOS PIES DEL DILUVIO




La lluvia nunca empieza en la cabeza, inicia en los zapatos, en las plantas de los pies. Uno sale a la calle y se empapa de mundo, las pequeñas cuestas nos llenan de sudor las sienes, el cuello, las axilas, la espalda; vivimos remojados en nuestros hedores, excepto en los pies que gozan de la penumbra del calcetín; del zapato como si fuera su casa. Si algo tenemos de caracoles o de tortugas está precisamente en esos apéndices protegidos del mundo.
            No hay parte del cuerpo que goce desde la infancia de tanto cuidado como aquellos animalejos: ¡no toques el suelo frío!, ¡ponte calcetines que te vas a enfermar!,  ¡no subas las escaleras con chanclas, te vas a caer!, ¡cuidado con las patas de los muebles!... Tanta preocupación ha hecho del hombre citadino un mal remedo de Aquiles.  El sedentarismo hizo que nuestras patas dejaran de evolucionar a tal grado que cualquier piedrita en el zapato o uña enterrada sea tan dolorosa como una sacada de muelas o un esguince.
            Envidio las almohadillas de los felinos y de los perros, las pezuñas de los toros o de las vacas, incluso los pies callosos de los hombres del campo o de la sierra, que nos sugieren un dolor infatigable a causa de las herraduras que la naturaleza clava en ellos. Sin embargo, tienen su premio, ya que gozan la libertad de traer las patas desnudas, de ese tacto a ras de suelo, sabedor de la grumosidad de la tierra, de la timidez de las flores y el jugueteo de los pastos, de la envidia de los cardos y la inocencia, a veces terrible, del pelambre de las bestias. Los pies son nuestra raíz pero también el trazo de nosotros en el tiempo.
            En la ciudad, en cambio, son dos niños enfermizos, bastante frágiles y temerosos, por ello la lluvia no se percibe como calamidad hasta que empapa el calzado y, entonces, ahora sí: el ahogo y la rendición. El recuerdo del diluvio universal se nos viene encima y ya no hay manera de subir a la barca, ya no tiene ningún sentido intentar salvarnos cuando estamos empapados de los pies a la cabeza, siempre en ese orden.