jueves, 11 de octubre de 2018

EN LOS PIES DEL DILUVIO




La lluvia nunca empieza en la cabeza, inicia en los zapatos, en las plantas de los pies. Uno sale a la calle y se empapa de mundo, las pequeñas cuestas nos llenan de sudor las sienes, el cuello, las axilas, la espalda; vivimos remojados en nuestros hedores, excepto en los pies que gozan de la penumbra del calcetín; del zapato como si fuera su casa. Si algo tenemos de caracoles o de tortugas está precisamente en esos apéndices protegidos del mundo.
            No hay parte del cuerpo que goce desde la infancia de tanto cuidado como aquellos animalejos: ¡no toques el suelo frío!, ¡ponte calcetines que te vas a enfermar!,  ¡no subas las escaleras con chanclas, te vas a caer!, ¡cuidado con las patas de los muebles!... Tanta preocupación ha hecho del hombre citadino un mal remedo de Aquiles.  El sedentarismo hizo que nuestras patas dejaran de evolucionar a tal grado que cualquier piedrita en el zapato o uña enterrada sea tan dolorosa como una sacada de muelas o un esguince.
            Envidio las almohadillas de los felinos y de los perros, las pezuñas de los toros o de las vacas, incluso los pies callosos de los hombres del campo o de la sierra, que nos sugieren un dolor infatigable a causa de las herraduras que la naturaleza clava en ellos. Sin embargo, tienen su premio, ya que gozan la libertad de traer las patas desnudas, de ese tacto a ras de suelo, sabedor de la grumosidad de la tierra, de la timidez de las flores y el jugueteo de los pastos, de la envidia de los cardos y la inocencia, a veces terrible, del pelambre de las bestias. Los pies son nuestra raíz pero también el trazo de nosotros en el tiempo.
            En la ciudad, en cambio, son dos niños enfermizos, bastante frágiles y temerosos, por ello la lluvia no se percibe como calamidad hasta que empapa el calzado y, entonces, ahora sí: el ahogo y la rendición. El recuerdo del diluvio universal se nos viene encima y ya no hay manera de subir a la barca, ya no tiene ningún sentido intentar salvarnos cuando estamos empapados de los pies a la cabeza, siempre en ese orden.
             

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