jueves, 17 de septiembre de 2015

LAS VIRTUDES DE LA VAGANCIA



Tengo los pies largos, planos, con callos en cada dedo y en los talones, los dedos son gordos, flexibles, acostumbrados al pavimento, no tanto al adoquinado; las rodillas a veces se resienten de mis caprichos, de mi gusto por recorrer la cuidad —¿Cuántas ciudades hay en una sola?—, de andar dos, tres, cuatro horas caminando sin descanso. El problema radica en esta espalda que no es mía, le pertenece a cierta roca de montaña o a esos monstruos disminuidos por su propio peso o a aquellos que pueden estar inmóviles por una eternidad. Me duele cargar con sus omóplatos, deltoides, trapecios, con el músculo pegado a tanta grasa…; y es que no, mi cuerpo, así lo siente, pertenece al movimiento, lento sí, aunque sin pausas extremas. Soy un caminante, un nómada de ciudad que disfruta de los olores de la panadería, de los cafés, del barullo de los bares, de esas mujeres tan cerca de mis ojos que pasan tan lejos de mi vida por la misma acera o por esos rumbos que quizá no vuelva a pisar hasta mucho tiempo después.
No me imagino la vida sin pisarla, tampoco sin conocer su podredumbre y tratar de esquivarla o echar sin más ni más los pasos en pos de sus aires claros, recién lavados, como un cuello y unos senos recién salidos de la regadera. Me gusta abrir calles por azar, es como echar una mirada a un salón de clases en la facultad o aventar el anzuelo de los ojos en el transporte público tratando de pescar unas piernas, un escote, el agobio de una silueta o el caos contenido de unos labios. 
Así mismo surgen las ideas, los pensamientos —sin importar su desnutrición—, las conversaciones, la amistad —no sé si el amor; el deseo no, seguro que no—. Hay que empezar de calle a calle, ir arrojando miradas, tactos, sonrisas al vacío y ver dónde caerán, si es que lo hacen.
La palabra también es un caminante; no un maratonista, no un marchista, porque la prisa no le va a la cabeza, el pensamiento necesita de grandes bocanadas de aire, lentas, muy lentas; sentir el aire avivando los pulmones, inflamando letra a letra las ideas, y después irlas exhalando a su tiempo, a su ritmo de tortuga y caracol, en su propio orden, aunque éste no exista.
El hombre de espíritu nómada no anda sobre un circuito fijo, goza de los laberintos arquitectónicos —¿Qué ciudad no es uno?— y mentales, porque ha visto en el perderse un placer muy cercano al de la libertad, al de la caída. El caminante y el pensador son seres perversos porque van en contra de la premura del tiempo, de la misma vida, del hombre y su progreso que corren sin motivo, pero apresurándose siempre hacia una meta, la que sea; por ello el maratón me es desagradable, porque encierra un destino fijo, se fustiga al cuerpo hasta el cansancio para llegar a un punto determinado en el menor tiempo posible, y así, ganarse, de nueva cuenta, el reposo inicial y el orgullo de haber domeñado músculos, huesos y tendones; venciendo las limitantes físicas por medio de la terquedad, de desmañanarse todos los días para dar vueltas y vueltas en un parque como burros de noria, sin notar nada más que el reloj, ese reloj que sin necesidad de verlo lo tenemos presente ante el espejo que nos mira y que en silencio nos interroga. El reposo no se gana corriendo en pos de él, al contrario, éste se construye con lentitudes, a destiempos, con retazos y olvidos y monedas de recuerdos halladas por azar.
El corredor no ve a su alrededor, es un flecha apuntada a la Diana, es el símbolo de la terquedad del hombre, es el intento de superación fracasado porque quiere de par al tiempo, luchar contra él, superarlo; y si lo hiciera, ¿qué encontraría?, ¿qué hay más allá del tiempo, y por lo tanto del hombre? ¿Para qué apurar el destino, para qué ir en contra de lo irremediable?, ¿cuál es el afán de correr contra reloj, de llegar a una meta si bastante tenemos con saberla allí, esperándonos en el último día de nuestras vidas? Es el fin quien nos alcanza; somos la liebre, nunca el cazador.
El verdadero caminante se extravía en la vida porque está harto de tener una ruta preestablecida, porque necesita encontrar algo más, algo que ni siquiera sabe que busca. El que goza de la pérdida de sí, aquel que ve en la oscuridad una puerta o una trompa de elefante es aquel que ha encontrado otro espacio y otro tiempo que difieren del que le han dado sus semejantes. Es allí donde tropieza con el suyo propio, con ese jardín cerrado, ese círculo infinito que le devuelve otro rostro de sí mismo en cada visita, y a la vez le muestra aquello que no se puede expresar con palabras sin caer en el error y la torpeza, eso que siempre está del otro lado del espejo.
El que anda por mera diversión y el pensador —cualquier artista lo es— son escritores de caminos, seres perdidos en las sombras y en las claridades del mundo pero, al mismo tiempo, son sus intérpretes más fieles, porque les impele un deseo que es caos, por tanto movimiento, inspiración, revelación, creación bruta, todo y a la vez nada.  
Ser uno ante el misterio y ante la nada, es ser uno con el mundo, con las piedras de los edificios, con las estructuras de los árboles y con el ramaje que tejen los animales; es ser más allá del cuerpo y en el cuerpo, tiempo y no tiempo; vida y muerte; y sobre todo deseo y amor, que no es otra cosa que ser, que estar siendo.

martes, 8 de septiembre de 2015

ESPEJOS INTERIORES



No sentimos el tiempo, sus patas hasta que giramos la cabeza y lo vemos muy atrás, y sin embargo levanta una amenaza que eriza la nuca. Por más empeño, lo único que distinguimos son sus cuartos traseros. Las plantas de sus patas delanteras están tan fundidas y confundidas a las nuestras que no sabemos separarlas ni distinguirlas, porque el tiempo es igual a uno mismo, por ello tan diverso. Toda mención de éste es evocación terriblemente vivida, febril, porque el pasado comienza desde el punto mismo de nuestra decadencia —el hoy—, y viaja desde la actual degradación hacia el inicio o hacia aquellos instantes de plenitud: goce y dolor; que fustigan los sentidos golpeándolos con el ayer.

El tiempo ido nos muestra un ser completo, con sus facultades físicas intactas o en potencia. Inalcanzable ya, tan redondo y tan tangible en esa ineptitud de músculos y huesos del ahora; dolidos simulacros que nunca se apegan al original, a esa puesta en escena de lo que fuimos, por eso los tatuajes son tan peligrosos, porque son una marca de lo irrecuperable, de un instante ya degradado, reliquias de lo que fue sólo una vez. La rememoración del presente es un deslinde con este momento que jamás se acuña, que nunca es porque siempre está siendo; mirarnos en perspectiva es agravar las diferencias con nosotros mismos, la distancia con eso que creemos ser.

Únicamente las personas que no se compadecen de sí mismas con el paso de los años, que logran conciliarse, aceptar la podredumbre física, la merma intelectual, la pérdida de los alfabetos de su mundo, son las que llegan a sabios; muy pocas lo logran, la mayoría que intenta seguir ese camino: domeñar al destino y domeñarse a su vez; y no lo consiguen, o se suicidan o enloquecen, o sufren una nostalgia que las hace irrecuperables, las condena a ser un asilo de sombras, esa casa en ruinas que alguna vez conocimos, quizá sólo en sueños, en ese golpe que descalabra la infancia, pero a todos nos habita y termina —detalles más, detalles menos— por ser la misma.

Somos una resta que nos va sumando años, enfermedades, muertes, días que cada vez serán menos, porque las horas nos acercan a la tierra, a la nada, a Quevedo. Somos la brutal comprobación del nunca más, de la persistencia del polvo, somos el roce del olvido.

Sostener la mentira de la juventud, de los ideales rozagantes es un empeño fracasado, además es imposible ante los espejos interiores que nos habitan y nos miran con mil pupilas desde una infinidad de laberintos que hemos construido para guardar intactas ciertas hojas del calendario; pero irremisiblemente de nuestros vicios de nostalgia, cada recuerdo es custodiado por un monstruo —¡Crecen tan rápido y deformes!— que día a día tiene más hambre, trema por salir y devorarnos, su baba asoma por la comisura de nuestra propia boca, sobre todo en los momentos de soledad, que cada vez se van haciendo más anchos.

Somos un hígado picado que se regenera demasiado lento, levantamos edificios tan altos que el vértigo nos hace caer, construimos tantos círculos en el agua que terminan por ahogarnos; acabamos, finalmente, masticados dentro de nuestros pasados.

Dentro todo está en movimiento y son esos espejos interiores los que hacen el balance de nuestras vísceras, el juicio valorativo, rencoroso de lo que nos va quedando.

Y sí, yo tengo demasiados fantasmas y muchos más olvidos, ya no soy aquel, pero aún los mismos perros muerden mi corazón, todavía estos versos de mi juventud siguen vivos, al menos por hoy, 8 de septiembre de 2015:



A veces eyaculo sin motivo,

amargo como hoja de coca,

tristísimo como bosque de lluvia,

como ala sola de otoño.



A veces jugando al dominó

o esculpiendo la piedra de la mente:

no la flor, sino su matemática;

no la llama, sí todas sus variables.



A veces eyaculo sin motivo;

en palabras, en obras y omisiones;

en olvidos y rememoraciones;

en los postes de luz, en los bares,

en los cafés, sobre un gato o un ladrido;

en la putilla del rubor helado

o en niñas de calzoncitos lívidos.



A veces me vengo, hay veces, ay, veces

que… me vengo, me vengo sin mot ivoo…

y ah… soy un o, soy todo ssoy na a da.