miércoles, 30 de noviembre de 2011

El frío


El frío siempre es una presencia difusa, no se puede medir por la velocidad del viento o por los grados centígrados del termómetro. Se mide en la forma en que se mira fuera y dentro de la ventana, del espejo hacia su reflejo. Es el espacio que media entre el cuerpo y su sombra.
El frío nunca llega de frente, siempre es una puñalada por la espalda, un colmillo helado rasgando y dislocando vértebra a vértebra los horizontes del esqueleto, petrificando la miel de las cosas cotidianas, de los objetos hechos para una sencilla alegría, para justificarnos en el presente; aunque, si se piensa, no hay justificación posible que nos valga en esta vida.
El frío a veces es compañero del miedo o su túnica y su osamenta. Es la sangre sembrando en el sueño los insomnios del tigre; las interrogantes, la hoja en blanco del que ha perdido la esperanza en las palabras o las palabras que la lengua pegada al paladar nos impide exhalar para hablarle a la mujer que está sentada al lado nuestro en el metro, más cerca de nosotros de lo que ella misma se imagina, quizá mucho más de lo que está de sí misma.
El frío es un estado de la memoria que nos anquilosa el día.  Puede personificarse en los cables de luz agitados por nuestra ansia de fatalidad o en el canto dormido del pájaro muerto en nuestros silencios y trastabilleos; en nuestros por qués que nunca definen una pregunta; de hecho, no quieren una respuesta si no sólo, por puro vicio, lamer la tristeza de cada una de sus heridas.
Hoy, finales de noviembre, me viene el frío quizá de un mayo, de alguno que no quiero recordar con exactitud; porque todo este día he estado tratando de guarecerme de tanta intemperie, de tanto pasado que se me adhiere a la piel; y viene agudo y sádico y avanza como un remolino de alas muertas, de arenas blancas que inundan mis pupilas, se incrustan en ellas y todo lo empiezo a ver, a rememorar a través de un cristal doloroso, como esas gracias o dones divinos que uno no espera, que no merece y no quiere.
Porque únicamente soy un hombre como cualquier otro que apenas resiste el peso de la cara con que amanece, para soportar ahora, sobre y dentro de ella, este clima que congela el río de mis olvidos.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (13)




Tal vez me hubiera gustado no traer en la mente esa especie de catálogo que empecé a urdir en aquel primer caballito de mezcal; pero entonces, también debí ignorar las palabras de mi amiga, pero ¿cómo hacerlo? o lo que es peor, ¿cómo decirle a alguien que no diga algo que sin saber qué será, nos incomodará, irá aglutinándose a lo largo del día y cuando no se pueda soportar más, empezaremos a expulsarlo en un monólogo absurdo, como la situación en la que me encuentro en este momento?
Cómo negar ahora este rostro que tanto me estaba gustando, las palabras que iba ajustando al paso, que construían el arco de mis cejas, mi altura agigantada, mi rostro construido de una humildad heroica y tosca; y esta piel menos peluda y menos negra de la que dibuja el espejo.
¿Con qué imagen describirme si ya no puedo tener otra?; además, ésta me place y no la voy a cambiar porque hay cosas que no deberían ajustarse a la realidad, no tienen porque aceptarla. He luchado tanto para dar forma a mis manos, para alargar, engordar las falanges, bruñirlas en el respeto de la violencia y la fuerza. Y yo no tengo que darle explicaciones a nadie, este cuerpo me gusta, es como un bosque en madrugada: rústico, sin amaneramientos, exhalado de la propia tierra, de esos paisajes nórdicos que tantas veces he soñado respirar y que sólo intuyo a través de la televisión.
También me gusta la forma en que hacía de la pared situada frente a mí una ventana con su tarde y su sonrisa pálida, riguroso luto a tanta luz. Donde la justeza de la vida y de la tarde estaban embridadas en el gusto que la bebida iba dejando en mi boca, desdibujando esa sed que pacientemente iba labrando con la desesperación de librarme de ella, de poder domarla sabiendo que el ahogo es necesario para conciliarme con la vida, con esta puta vida que me hace querer tener una ventana junto a la mesa donde quedan sólo las cenizas del mezcal y el caballito en su orfandad de cristal.
Resbalando los dos en una espesa sombra de luz que no sé de dónde viene, pues aún no enciendo el único foco de la habitación y la noche sigue rodeándome en este cuarto sin ventanas, que me hace sentir esa sonrisa sobrepuesta sobre mi rostro que últimamente ha exorcizado un poco mi suerte y mi soledad y que he terminado por aceptar como algo mío, como esta mano que tiembla sobre la mesa golpeando una melodía que quiero recordar desde hace tiempo y que quizá nunca haya escuchado. 

jueves, 17 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (12)



Ilusorio como el cristal, como el aire, como el líquido que hace un segundo cayó por mi garganta: transparente, inocuo como si nada nos marcara ni nos doliera; como si la vida no tuviera un color al cual asirse, como si el tiempo fuera una larga sucesión de olvidos, un fantasma en un reino sin paredes. 
Todo se va vaciando, nada se ayunta, al final todo nos disgrega. Y no puedo pensar o creer una historia que tenga futuro. La única realización está en el pasado, en la capacidad que tengamos para armonizar el recuerdo, la carne y sus instantes. Como aquel que Salomón tuvo en sus manos. Allí debió morir, quedar sepultado en esa galería, ser tapiado con la muerta, sufrir la podredumbre del deseo y del tiempo.
Pero es difícil apaciguar lo que va segregando la mente, no querer conocer más de lo debido. Se tendría que escribir primero, ver el borrador y corregir, borrar y dejar quizá un par de renglones, una cuartilla, a lo mucho, de todo lo que vamos pensando, pero es tarde.
He vaciado una botella recordando una historia que no sé si alguien me contó o fui yo quien la trajo de muy lejos, no sé de dónde, de alguna parte de mí que reniega de este medio borracho, medio lúcido, medio infeliz que idea historias ya contadas por otros; y aunque todo mundo las conoce, él se niega a terminarlas en el punto que ellos lo hicieron.
Un engaño, pues ningún azar o destino termina de esa manera como lo hacen todos esos cuentos que no son más que patrañas, que han sido remendados una y otra vez hasta desfigurar su esencia, su razón, que no es otra que contar un instante, nada más; porque sólo eso podemos tener de la vida, únicamente eso dejamos al partir y eso nos llevamos. Sin considerar si es bueno o malo, si es triste o alegre, no podemos saberlo y para nada serviría que lo supiésemos.
Es una ilusión pensar que escogemos algo y mucho más que lo obtengamos. ¿Qué es mío?, ¿esta carne?, ¿este cuerpo que puedo recordar, imaginar o ver un segundo en alguna superficie?, ¿cuál de esos que se reflejan es mío?, ¿cuál acepto? y aún más, ¿cuál es el que otra persona nos da? El que siente como nuestro, aun cuando no cabemos en él o no lo llenamos.
Si una persona vive 20 años con alguien, ¿cuál de nuestros rostros hizo suyo, atesora y cuida sin importar las arrugas, el desapego? y ¿qué pasa con ese otro, el que cada uno lleva de sí y que muchas veces es sólo la posibilidad del último y quizá, sólo quizá del verdadero?

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (11 parte)




¿Cuántos peldaños bajaron?, ¿cuántos fueron necesarios?, ¿en qué momento ya no fueron sentidos si es que por fin pudieron ser olvidados? ¿Habrán salido de palacio?, ¿cruzaron las puertas del reino? Y Salomón en su beodez, en su furor ¿habrá reparado en ellos?, ¿vertido una lágrima o mesado por un instante sus luengas barbas?
Los carbones dorados del sol retumbaban en la rectitud de las puertas, en los escudos negros, en las plantas de aquellos pies que parecían señalarles que la expiación estaba en el sacrificio y en el exilio. Renegados sin saberlo, probablemente cruzaron las ardientes hojas y el rey no supo, hasta más tarde, que estaba siendo mutilado de su corona y de su sabiduría.
Rasgado por el recuerdo, por la vida y la muerte que la Sunamita había enterrado en él, empezó a llorar y con ello paulatinamente volvió al habitáculo de su cuerpo. De nada se arrepentía, de nada tendría que hacerlo –se dijo. Las voces que intentaban sostenerlo aún no alcanzaban a tocarlo, pues todavía no fincaba totalmente sus sentidos en su carne. Probablemente no sabía de esos hombres condenados a una marcha gris e infatigable; mucho menos sospechaba –pues nadie podría darle razón de ello- que la mujer desollada era una de tantas doncellas que le escanciaban la mirra y se acunaban en aquellos pensamientos que salían de su boca, que no eran suyos, sino de aquel que seguía atizando, a pesar que la noche estaba por caer, su odio rutilante en las osamentas de su reino.
Él desconocía lo que minutos antes había acontecido, estaba completamente encerrado en la rememoración de aquella que lo había devorado, que lo había amputado de todo lo que no se fincara y tuviera sus raíces en su carne y en el dolor de sus vísceras y de su aliento, por completo entregados al arbitrio del tiempo.
Él, sólo quería preguntar por ella, exigir su presencia, el olor de sus axilas, de su pubis para sostener su peso, para terminar de aceptar ese parto que lo había dejado allí, desnudo y sangrante sobre los mármoles del suelo, sobre la ascética geometría de las paredes que habían representado un orden que jamás pudo comprender ni sostener del todo.
Ahora, al mirarse en su sombra dispersa y alargada por los cuatro puntos cardinales, que parecía no salir de él si no reptar hacia él, meterse como el incienso por su garganta, por su boca y por sus ojos, se dio cuenta de otro tipo de arquitectura, quizá igual de inaprensible que la otra, aunque menos ilusoria; pues no necesitaba de durezas ni de pesados muros para constatar su omnipresencia y omnipotencia; ya que la sombra, el humo son los otros rostros de la luz y del fuego. Las sutilezas de la memoria son mil veces más convincentes que la palabra esculpida en piedra. La voluptuosidad más avasalladora que la sobriedad y la continencia.
Miró las rojas cortinas golpeadas por la luz, atravesándolas, olisqueando el hedor de su cuerpo, negándose a permanecer fuera, a respetar su intimidad; pero a pesar del agror que subía por su garganta y de la deformidad que no podían seguir conteniendo sus labios, se sintió feliz al ver el movimiento ondulante de las telas, la opulencia con que se agitaban, torciendo las rectas sombras de las columnas, sus columnas, pariendo otra silueta sobre su silueta, ayuntándose, jadeando su futuro.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (10 parte)



Mil escudos, de pronto, tañeron sus negros metales. Sobre ellos, desasido de la vida, el cuello blanco y abierto de una doncella iba surgiendo de la obscuridad de la recámara hacia la claridad que invadía todo el palacio.
Como un haz desecho de luz era su piel, un fulgor carcomido de sangre y de muerte. Miraron hacia aquel que se agitaba en la frialdad del mármol rodeado por otros soldados, al igual que ellos, tampoco sabían qué hacer, ni a dónde mirar ante la impudicia de su rey.
Con la mujer sobre sus manos, parecían columnas sosteniendo los escombros de un templo, de un dios olvidado. Todos sus esfuerzos –inútiles, pues en la muerte no hay ternura posible- estaban en no presionar demasiado, de suavizar el tacto nervudo, curtido en el hierro y en la cólera para no desgarrar aún más aquel cuerpo.
La mudez no sólo era impotencia ante la muerte, si no soledad, pues un desierto se abría ante ellos, ya que su destino estaba ligado al de su rey y éste parecía haber enloquecido. Trataron de formularse preguntas, buscaron alguna razón que justificara tal acto. ¿Qué había hecho la joven para merecer tales vejaciones? Al verla, parecía que no sólo había sido descuartizado su cuerpo si no también su alma.
Avanzaron silenciosos hacia las escaleras. Uno, con la hiel quemándole la garganta terminó por atragantarse las palabras dispuestas a morder las barbas del anciano. Las manos, los brazos y cada músculo comenzaron a pesarles del modo en que pesa la derrota; no por el hato de mieses podridas que llevaban sobre sus cabezas, si no por la sensación de ultraje, por haber dado a la luz lo que no debía de salir de las sombras. En alguno de ellos pasó la idea de clausurar la entrada, tapiar la galería completamente, dejarla lisa y blanca como cada uno de los muros del palacio.
Siguieron bajando, cada una de sus pisadas eran precisas y repetitivas; no trataban de verse ceremoniosos ni engalanar su marcha; al contrario, la monotonía de su ritmo era una suplica para ser enterrados en el olvido.
Iban obscuros, cada uno encerrado en su noche, tratando de perderse en el tiempo, de olvidarse de ellos mismos, de sus propios nombres. Sus piernas empezaron a vaciarse por la inercia de la marcha, nadie parecía gobernarlas. No pensaban, no debían, pues sentían el peso y el odio de dios en todo su cuerpo. Trataban de refractar su ardor con sus escudos, pero era inútil, éste era acrisolado en ese pedazo de carne que caía en forma de ternura y horror en la penumbra de cada uno de esos pares de ojos.
Siguieron bajando y el calor se hizo más intenso, más sofocante, pero nadie decía nada, a ninguno se le ocurrió dejar allí lo que quedaba de la mujer. Las lenguas del sol les lamían las plantas de los pies, se metían entre el cuero de las sandalias, en el tejido de las túnicas, entre el sudor que escurría perezosamente por todo su cuerpo, marcándolos, inflamándolos, cobrándoles una afrenta que no era suya, pero tan acostumbrados estaban a obedecer y a sufrir las decisiones de otros que no renegaron de esa carga, no sabían que podían hacerlo.