miércoles, 9 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (11 parte)




¿Cuántos peldaños bajaron?, ¿cuántos fueron necesarios?, ¿en qué momento ya no fueron sentidos si es que por fin pudieron ser olvidados? ¿Habrán salido de palacio?, ¿cruzaron las puertas del reino? Y Salomón en su beodez, en su furor ¿habrá reparado en ellos?, ¿vertido una lágrima o mesado por un instante sus luengas barbas?
Los carbones dorados del sol retumbaban en la rectitud de las puertas, en los escudos negros, en las plantas de aquellos pies que parecían señalarles que la expiación estaba en el sacrificio y en el exilio. Renegados sin saberlo, probablemente cruzaron las ardientes hojas y el rey no supo, hasta más tarde, que estaba siendo mutilado de su corona y de su sabiduría.
Rasgado por el recuerdo, por la vida y la muerte que la Sunamita había enterrado en él, empezó a llorar y con ello paulatinamente volvió al habitáculo de su cuerpo. De nada se arrepentía, de nada tendría que hacerlo –se dijo. Las voces que intentaban sostenerlo aún no alcanzaban a tocarlo, pues todavía no fincaba totalmente sus sentidos en su carne. Probablemente no sabía de esos hombres condenados a una marcha gris e infatigable; mucho menos sospechaba –pues nadie podría darle razón de ello- que la mujer desollada era una de tantas doncellas que le escanciaban la mirra y se acunaban en aquellos pensamientos que salían de su boca, que no eran suyos, sino de aquel que seguía atizando, a pesar que la noche estaba por caer, su odio rutilante en las osamentas de su reino.
Él desconocía lo que minutos antes había acontecido, estaba completamente encerrado en la rememoración de aquella que lo había devorado, que lo había amputado de todo lo que no se fincara y tuviera sus raíces en su carne y en el dolor de sus vísceras y de su aliento, por completo entregados al arbitrio del tiempo.
Él, sólo quería preguntar por ella, exigir su presencia, el olor de sus axilas, de su pubis para sostener su peso, para terminar de aceptar ese parto que lo había dejado allí, desnudo y sangrante sobre los mármoles del suelo, sobre la ascética geometría de las paredes que habían representado un orden que jamás pudo comprender ni sostener del todo.
Ahora, al mirarse en su sombra dispersa y alargada por los cuatro puntos cardinales, que parecía no salir de él si no reptar hacia él, meterse como el incienso por su garganta, por su boca y por sus ojos, se dio cuenta de otro tipo de arquitectura, quizá igual de inaprensible que la otra, aunque menos ilusoria; pues no necesitaba de durezas ni de pesados muros para constatar su omnipresencia y omnipotencia; ya que la sombra, el humo son los otros rostros de la luz y del fuego. Las sutilezas de la memoria son mil veces más convincentes que la palabra esculpida en piedra. La voluptuosidad más avasalladora que la sobriedad y la continencia.
Miró las rojas cortinas golpeadas por la luz, atravesándolas, olisqueando el hedor de su cuerpo, negándose a permanecer fuera, a respetar su intimidad; pero a pesar del agror que subía por su garganta y de la deformidad que no podían seguir conteniendo sus labios, se sintió feliz al ver el movimiento ondulante de las telas, la opulencia con que se agitaban, torciendo las rectas sombras de las columnas, sus columnas, pariendo otra silueta sobre su silueta, ayuntándose, jadeando su futuro.

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