jueves, 17 de noviembre de 2011

El noble oficio del borracho (12)



Ilusorio como el cristal, como el aire, como el líquido que hace un segundo cayó por mi garganta: transparente, inocuo como si nada nos marcara ni nos doliera; como si la vida no tuviera un color al cual asirse, como si el tiempo fuera una larga sucesión de olvidos, un fantasma en un reino sin paredes. 
Todo se va vaciando, nada se ayunta, al final todo nos disgrega. Y no puedo pensar o creer una historia que tenga futuro. La única realización está en el pasado, en la capacidad que tengamos para armonizar el recuerdo, la carne y sus instantes. Como aquel que Salomón tuvo en sus manos. Allí debió morir, quedar sepultado en esa galería, ser tapiado con la muerta, sufrir la podredumbre del deseo y del tiempo.
Pero es difícil apaciguar lo que va segregando la mente, no querer conocer más de lo debido. Se tendría que escribir primero, ver el borrador y corregir, borrar y dejar quizá un par de renglones, una cuartilla, a lo mucho, de todo lo que vamos pensando, pero es tarde.
He vaciado una botella recordando una historia que no sé si alguien me contó o fui yo quien la trajo de muy lejos, no sé de dónde, de alguna parte de mí que reniega de este medio borracho, medio lúcido, medio infeliz que idea historias ya contadas por otros; y aunque todo mundo las conoce, él se niega a terminarlas en el punto que ellos lo hicieron.
Un engaño, pues ningún azar o destino termina de esa manera como lo hacen todos esos cuentos que no son más que patrañas, que han sido remendados una y otra vez hasta desfigurar su esencia, su razón, que no es otra que contar un instante, nada más; porque sólo eso podemos tener de la vida, únicamente eso dejamos al partir y eso nos llevamos. Sin considerar si es bueno o malo, si es triste o alegre, no podemos saberlo y para nada serviría que lo supiésemos.
Es una ilusión pensar que escogemos algo y mucho más que lo obtengamos. ¿Qué es mío?, ¿esta carne?, ¿este cuerpo que puedo recordar, imaginar o ver un segundo en alguna superficie?, ¿cuál de esos que se reflejan es mío?, ¿cuál acepto? y aún más, ¿cuál es el que otra persona nos da? El que siente como nuestro, aun cuando no cabemos en él o no lo llenamos.
Si una persona vive 20 años con alguien, ¿cuál de nuestros rostros hizo suyo, atesora y cuida sin importar las arrugas, el desapego? y ¿qué pasa con ese otro, el que cada uno lleva de sí y que muchas veces es sólo la posibilidad del último y quizá, sólo quizá del verdadero?

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