miércoles, 3 de junio de 2015

HUMO DE PALABRAS





Es frustrante querer escribir y no poder hacerlo; ir en el camión sin un cuaderno, olvidar una frase que sabemos podría ser el núcleo de una historia o de ese verso inicial que es ése y no otro; o simplemente, no trazamos una sola palabra por pereza mental, pero sobre todo, he de confesarlo, miedo, ¡miedo! de no poder con tanto peso, de cagar una buena idea y por ello pretexto la lentitud de la computadora, la falsedad del procesador de textos, etc. Nada importa, yo no tengo control de las imágenes, miles a veces, que se suceden en el cerebro, ciertas líneas de un rostro que de repente me sofocan o de una confesión apenas intuida. Sin las muletas de las palabras se quedarán allí, rotas, desvalidas, olvidadas.
El peso del cansancio, de este cuerpo que no tiene la capacidad para escribir por horas y horas me enrabia, me condena a ser testigo de mil muertes, del estallido de cientos de fragmentos de algo que jamás tendrán derecho a una sola palabra, a un funeral, simplemente se dispersarán y sólo yo sabré lo que he perdido.
            Nunca he sido un escritor maratónico, no puedo escribir por más de tres o cuatro horas, y, en ésas, a veces sólo lleno una cuartilla porque al comenzar a describir las cicatrices de cierto personaje me cuesta cada vez más seguir sus bordes, los relieves de dolor o alegría que le fueron encajados.
            Es muy diferente al principio, allí la narración es una especie de diarrea o de cloaca que se destapa sola; surge un mundo –siempre subterráneo–, se abren calles, vísceras, se descubre un hueso, quizá el esqueleto entero de una persona, aunque aún no se sabe si lo será, pero al menos se ha encontrado un indicio, un movimiento, un verbo que permite avanzar, sí, a ciegas, pero avanzar no importa si hacia atrás o hacia adelante, lo importante es ir conociendo lo que guardan las palabras sin importar el tiempo.
Inocentemente creo que pronto juntaré todos los huesos, pero son tantos y cada uno necesita limpiarse, pulirse o, aunque duela, enterrarse en el lodo donde surgieron; quizá en otro momento, en esa historia que ni siquiera avizoro ahora, salgan y de ellos brote un bosque, un nuevo mundo que haga olvidarme de esa ciudad en que alguien ha sido mutilado de la noche a la mañana y no sé por qué ni cómo y necesito una respuesta para seguir. Hurgo en los periódicos, en las conversaciones en el metro, en la calle, etc., para ver si allí está la víctima, y más importante, el verdugo.
Ahora, de lo que llevo escribiendo, sólo tengo un par de incógnitas apretadas y ese muñón que al paso del tiempo va siendo cauterizado en mi propia memoria, y a veces se desdibujan tanto que pienso que he perdido por completo sus huellas; otras, no me dejan dormir, exigen un futuro aunque ese mismo implique su propia muerte y la mía; no, el de ese individuo, no yo, el que escribe su historia, el único –por ahora- que guarda todo ese dolor, todo ese odio y cada rostro que habita esa ciudad que aún sigue abierta, chupándole la sangre y los sesos.
En este momento la escritura me ha arrancado los ojos, soy un punto muerto en medio de la hoja que va palpando la nada, que tiene que recurrir y recorrer una y otra vez a los párrafos iniciales para encontrar alguna pista, plantarla de ser necesario para hallar esa verdad que solo puede ser ésa y no otra y únicamente será revelada al escribirse; lastimosamente estoy demasiado cansado mentalmente para ello.