domingo, 4 de agosto de 2013

MIS XV


Estoy en los quince años de una conocida, me he puesto el menos gastado, digo, mi único traje, la mesa parece una zona de minutos perdidos, de manecillas en huelga. No puedo beber y mucho menos cubas, saludo de dientes para afuera a algunos familiares que no esperaba ver. Nos damos abrazos entrañables, apretones de manos con el deseo de ir a comer y platicar de la vida alguna vez en el futuro cercano que nunca se concretará; después de unos segundos volteamos en la espera de un salvavidas, algo que nos haga evitar el silencio incómodo, el dolor en la sonrisa postiza, en las palabras habitadas por todos y por nadie; por fin algo, una mirada que robo y me hace ser libre, sentir el nudo de la corbata menos tenso,  siento la frescura de ese adiós lleno de adiós, por fin me alejo.

Como siempre en esas fiestas mi mesa queda cerca de los baños, la señorita de al lado bosteza, yo me aguanto y me salen un par de lágrimas, monótonas y simples, como la música que suena, no hay texturas, no, sólo un amasijo de tonos neutros, prescindibles, si hay extremos es en lo chocante que resulta la fingida naturalidad de todo, como las flores de las mesitas y lo aniñado del pastel y de las voces de tantas cantantes “únicas” por ser hechas en serie: Karla Venegas, Julieta Morrison, Sarnadiaña, etc.  El rock ha quedado fuera de tono, si acaso se escucha para enarbolar algo de lo que se carece: gusto propio, personalidad, libertad de elección. Pero no por un placer sincero. Hoy todo es uniforme en esta juventud tan original. Ahora la diferencia es el lugar común de nuestra época, y para serlo se tiene que desenterrar un pasado, una moda que era parte de otra época, de otros rostros, de otra juventud que sí, quería ser diferente y lo fue, que tenía un ideal porque tenía ideas y no imágenes, ésta...

Ahora todo se decora de un verdiazul pastel, de un rock and roll apopado, hueco y lento, lento que nunca llega a perforar el gusto. Después de la lata Campbell todo es arte y ya nada lo es. La contracultura se oxida, su pintura se corre y no forma ni siquiera un rostro contrahecho, diluido. Todos son objetos puestos en un collage de cuatro fotografías con diferentes colores, ya nada sorprende ni molesta, ya nada nos interroga ni nos punza.

Han edulcorado al pasado, se abarata, paradójicamente, con el alcance de la cartera. Arte para la globalización, arte de cartera. ¿Arte? La ingenuidad tiene su base en la ignorancia, en no cuestionarse nada, en ni siquiera mirarse el color del moco que se acaba de sacar de la nariz, lo peor es que esta época es la del icono, la imagen como sustituto de la idea, de la identidad. Esto se debe a la prisa del mundo, no hay tiempo para nada y el arte es para pocos porque pocos tienen el tiempo para adquirir la sensibilidad y los instrumentos necesarios para apreciarlo y aún más, para ejercerlo.

La sensibilidad necesaria requieres educación y tiempo para el ocio, en un país como el mío saber leer, que no es otra cosa que ser analfabeta funcional, es un logro. Para aprehender la forma artística tenemos que pensar y eso es un trabajo de toda la vida que compromete lo racional y lo irracional que nos conforma y a la vez nos compromete con nosotros y el otro; y esa carencia de tiempo para ejercitarnos en el arte de pensar es la causa de tanta basura visual que nos rodea.

Se prostituye la nostalgia. La infancia es sobada de arriba hacia abajo por la oferta y la demanda. Los juguetes dejan de serlo para convertirse en fetiches, para ser un objeto sin uso, un carrito de hierro sin la alegría de un niño montado en él. Se compra para recuperar algo perdido, pero la alegría, la ingenuidad, la sorpresa ante el mundo que nos rodea no se compra.

Eterno Peter Pan sin vuelo, con su Neverland en ruinas, nubes sin niños ni espadas de palo venciendo a verdaderos piratas de sueño. Nada queda sólo juguetes arrumbados en un asilo de viejos prematuros. Pero eso sí, el culto por el pasado, el espejismo de recobrar lo que nunca regresa está al alcance de la cartera. La infancia se ha convertido en una puesta en escena, los juguetes son de utilería, recipientes vacíos, arte pop.

La moda nerd se impone: lentes, bigote, pajarita, vestidos de estampados, botitas sin suelas, medias de colores y lentes y más lentes y lentes grandes, muy grandes, entre más ridículos mejor; o el toque “original” de la camisa de cuadritos y el pantaloncito de colores –entubado por supuesto–, y el toque del bonito calzado italiano o del tenis bien lavadito o perfectamente mugroso. La bolsa de mujer es también esencial y asexual y ese aire de mundo tan ipad y Wikipedia calcado en la sonrisa del intelectual dominguero en la oficina del café con Wi-Fi todos y cada uno de los días de la semana.

¿Por qué enarbolar una bandera de intelectual o nerd cuando en la puta vida se ha amado un libro o se ha preocupado por conocerse más a fondo? Cedemos el asiento a la apariencia, al performance, a la instalación o al happening sin saber qué está sucediendo. Sí, siempre ha pasado de ese modo, pero hoy, pienso, es más descarado, más falto de imaginación, somos una especie de muñequitos de plástico con un trajecito de un sólo modelo en diferentes colores interpretando un único y malogrado papel. Aunque todo esto me lleva a una pregunta, ¿por qué la mayoría de jóvenes de una supuesta clase media quiere ser intelectual o “creativo” o al menos disfrazarse de…?

Yo cuando era niño quería ser arqueólogo, después vi que el gusto por leer era más fuerte y mi cuerpo y mi espíritu se fueron acoplando a ello, hasta transformarme en el monstruo que soy actualmente. Pero qué pasa con esa gente que finge algo que no es, que vaya, ni siquiera tiene un libro para equilibrar la pata de un sillón.

Se finge porque se desconoce, porque no se tiene ni puta idea de quién se es.  Compran recuerdos que no les pertenecen porque su vida no la han vivido, no tuvieron tiempo de ser niños, de disfrutar el recreo o la salida con los amigos, de gozar realmente su infancia. El mundo-tecnolgía los alejó del mundo, les impuso una pantalla, una telenovela con ciertos estereotipos que debían seguir al pie de la letra.

La niñez se termina a los nueve, diez años, después de allí hay que vestirse como adulto y actuar como adulto, seguir el papel de puta y el de macho. En eso se reduce todo, en actuar y mal un papel que no se siente y es falso o que no se debería de interpretar aún, para qué cortar la edad de la imaginación, de las metitas, de las porterías con mochilas y del resorte.

Ser intelectual para aquel que no lo es, para aquel que se disfraza de éste se vuelve una especie de misticismo, de ocultismo, de conocimiento ultraterreno porque se vive en la total ignorancia, porque no se conoce a un intelectual, no existen y por ello se inventan un arquetipo que termina siendo un estereotipo telenovelero. El intelectual ni lo sabe todo, ni lo quiere saber todo, a veces es el que menos sabe de la vida.

            Si vieran lo que es un intelectual o lo vivieran en realidad sabrían que no hay glamour en ello. Hay trabajo y más trabajo, el goce, en mi caso que me dedico a la literatura, es leer de tres a cuatro o cinco horas al día, es oler el olor del papel como si estuviera en una panadería, es codiciar un libro, es no tener dinero ni para unos zapatos porque todo se ha ido en esa antología o en esa novela inconseguible.

El que vive de alguna profesión artística o humanística rara vez se interesa por su atuendo, al menos no es su prioridad, no le interesa que el mundo lo vea con x o z gadget, de hecho rara vez le interesa que el mundo lo vea, aunque sí es ególatra, narcisista, porque sí, hay mucha vanidad en él, pero es en lo que hace, en su obra, le gusta que la reconozcan, sí, que valoren para bien o para mal su trabajo, aunque hay muchos que no soportan una crítica o un comentario en contra y se convierten de buenas a primeras en enemigos jurados, porque sí, también hay mucha inhumanidad en las humanidades, mucha ponzoña, demasiada podredumbre.

A un verdadero intelectual no le importa tanto –porque también algo de vanidad es necesaria- el colorcito de la pasta de sus lentes. Mientras tenga lo suficiente para vivir, sin lujos, pero bien, será suficiente. Me importa un bledo si un amigo va a Europa y me cuenta lo que compró, lo que me interesa es que me cuente su experiencia, qué vivió, de qué manera lo hizo crecer, qué preguntas o qué fue lo que sacó en claro, no me interesa ver sus miles de fotos en los centros comerciales.

Yo desconfío del intelectual que está más al pendiente de su físico que de su cabeza, del amante del café que no toma café y lo único que hace es presumir las nalgas de su frente; del pintor que no pinta, del poeta que no lee poesía, que escribe con faltas garrafales de ortografía y que no es crítico con su trabajo ni generoso con lo que sabe.

El que no desconfía de lo que ve, y sobre todo de su propio trabajo, es porque no lo analiza y si no lo hace no piensa, decía Diderot; y si no piensa, que es la otra cara de imaginar, no puede ser un intelectual por más lentes y pajaritas y colores y frases hechas y vocabulario rococó que tenga. Y perdonen que me pare y me retire, ya estoy cansado y no soporto mucho las reuniones de “allí les entrego a mi’hija pa’que la… cuiden”, hay gente con la que se me revuelve el estómago estar sentado y prefiero andar en calzones y cenar en casa.


2 comentarios:

  1. Hombre!! Por lo menos, aunque quasi-capado, te hubieras divertido en la contemplación de las "intelectuales" lolitas, porque aunque en tus textos se te lee cada vez más viejo y estepario, sabes que el deseo aumenta conforme los objetos se alejan del alcance.
    Si no fuera por el agrado con que veo siempre a mi familia, esas fiestas siempre serían la mayor de las pérdidas de tiempo, un verdadero desperdicio vergonzoso: la gente suele ostentar lo costoso de su vulgaridad, de su ignorancia, es verdad. El mundo se cuadra como las camisas para que cada uno de nosotros pierda sus diferencias y quedemos uniformados. De pronto veo mi guardarropa y descubro que casi todas mis camisas nuevas son de cuadros. ¿Por qué? ¡Menuda obligación! Resulta que ahora sólo puedo escoger los colores y el entramado para no contradecir la ley de la cuadratura del círculo.

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  2. Excelente entrada, como siempre. Claro, hemos creado un mundo superficial y fantasioso, es más importante lo que vemos en una pantalla que lo que vivimos en la realidad, ahora los niños aprenden en tablets y ipads y se alejan de lo sensitivo y de lo que de verdad deberían conocer. Nos estamos acercando a un gran vacío.

    Saludos
    Gabriela Valdez

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