martes, 11 de mayo de 2010

Autobiografía (parte I)

la intimidad de tu frente clara como una fiesta

la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña.

J. L. B.

No escribo para que me crean, no son éstas unas memorias a lo Bradomín, ni soy un émulo de Don Juan, ni tengo la suerte ni la inventiva ni siquiera el arrojo de un Casanova. Lo que pretendo es un simple repaso de vida, hacer un balance en estos veintiocho años de existencia, nada más. Si lo escribo es para tratar de entenderme y pasar ese tiempo en que no estoy prendado de las drogas a las cuales me he consagrado: el sexo y el arte. A la primera adicto confeso; la segunda es una válvula de escape para mantener la cordura en este mundo tan pitero, cruel y a veces bello según Simic. Las dos con sus altibajos, quizá más derrotas de las que quisiera tener, pero no podría dejar de mencionarlas pues toda experiencia va configurando nuestro carácter.

Pues bien, toda historia tiene un comienzo, pero yo no iniciaré por él. Contaré mis experiencias en el orden en que pululen por mi cerebro, no quiero decir con esto que las primeras sean más significativas que las últimas ni viceversa, simplemente mi historia será como una buena chaqueta o como esos juegos dadaístas del collage. Lo que imperará será, sobre todo, el pulso de la entrepierna.

Son tantos años y es tan grande el olvido que a veces conservo de todos estos años únicamente un nombre, unos senos, la dulzura de unos pezones o un coño que valía por sí sólo para borrar entera una tarde. No se piense que toda mi vida ha sido así, la mayoría de las veces recuerdo la elasticidad de un cuerpo, toda una sonrisa y su tarde, el más mínimo detalle de un cuarto de hotel o las diversas caras de una noche, en fin, espero ser únicamente fiel a mí mismo.

Empezaré hablando de dos de mis fetiches. Mi hermana me ha dicho que tengo unos gustos muy raros, que me encantan las mujeres narizonas y frentudas, quizá tenga toda la razón, amo “esas frentes amplias como de fiesta”, no sé, quizá porque imagino, me miento, por supuesto que sólo es parte del juego, creer que la pureza está tatuada en ellas, que allí la inocencia tuvo su origen y si aún se conserva amplia y bruñida es señal de que aún está allí esa inocencia y ésta, decía Bataille, es lo más atrayente en ese arte que es la perversidad y que lleva en mi caso al erotismo.

Para mí la frente es un fetiche tan excitante como los pies, las medias o los lentes pueden ser para algunos, tampoco me daré baños de pureza, puesto que comparto todos los ya mencionados. Pero regresando al tema, al ver una frente vasta me dan ganas de rozarla, pasar los dedos como si se acariciara la testa de un recién nacido, tímidamente, como un sacerdote tatuando la cruz en un miércoles de ceniza; después humedecerla con los labios, con la sal de la lengua e imaginar que ese insignificante acto revela una llaga, un vicio que no podrá ser saciado.

En esos besos más que una confesión va el estigma de un secreto, una necesidad que ahoga la piel abriéndose paso por toda la carne, quemando la entrepierna, haciendo surgir una gula que estaba allí, latente; y que con sólo unos besos, con anunciar apenas la lengua por esa superficie lisa, demasiado lisa, despertará esa porosidad, ese cosquilleo implacable que atosigará de manera discreta pero incesante el hormiguero del pubis. Y entonces la frente ya no será algo aislado sino formará parte de unos labios, de un rostro, de unos senos agitándose al ritmo de los muslos que poco a poco van perdiendo su discreción, y sólo la respiración, el aleteo casi imperceptible de las fosas nasales pondrán en evidencia.

¡Ah!, y las narices, qué decir de las narices. Las narices grandes me vuelven loco, me figuro mordiéndolas, besándolas, macerándose en mi cuerpo, oliéndolo todo. Debo confesar que verlas desfigurarse al contacto con mi bajo vientre es algo que hace que mi miembro se ponga como un gato rabioso. Me fascina sobre todo el descenso, esa caída milimétrica que los labios van ejecutando mientras la nariz se deshace, pierde su noble forma hasta alcanzar la avidez de mi verga que, al menos yo, espero sea proporcional a ella.

Ahí, cuando el rostro se calca por instantes en mi carne, cuando se machaca contra mí y observo esa nariz enorme desfigurarse segundo tras segundo, esclavizándose a ese movimiento pendular, asidos sus dedos a mis glúteos, al vicio de ese dolor que el deseo impone; es ahí, precisamente ahí al contemplar sus miradas embrutecidas –que no han de ser diferentes de las mías–, sus sonrisas huérfanas, sus labios escurriendo en hilos de impudicia; es ahí, cuando esas narices rojas por la terquedad del ardor, rojas como mejillas de chicuelas recreándose en el duro invierno, con gorritos tejidos a mano y chamarras gruesas y guantes para protegerse del clima en sus juegos con otras niñas igual de felices y risueñas, espejo de esas narices enormes que tanto deseo y que no son ni remotamente diferentes a los enrojecidos cachetes de esas criaturas revolcándose entre la nieve mientras sus padres se deshacen en el ardor de la habitación como sus hijitas de narices, digo, cachetes enfebrecidos; es ahí, es ahí al verlas, no buscándome, ni sonriéndome, es ahí cuando están absortas en los oficios de la lujuria, ¡es ahí!, ¡ahí!, ¡ahí!... que entiendo cuánto las quiero y las necesito…

1 comentario:

  1. Es parte de un texto muy, muy largo que no he terminado de escribir, esta primera parte la escribí ya casi un año atrás.

    ResponderEliminar