martes, 5 de julio de 2011

El noble oficio del borracho (Segunda parte)

El siguiente paso es el garbo. Una cosa es un borracho y otra un teporocho. Lo primero que se pierde en un convite es la elegancia. Es una desgracia que sólo el tiempo nos haga tener conciencia de lo importante que es el porte. Pues al principio, como todo oficiante inexperto, se piensa que con sólo aguantar las embestidas báquicas es más que suficiente y no; un buen bebedor debe llegar a la madrugada en un estado muy parecido al del sobrio que no pierde el aliño –no todos por supuesto- o lo mantiene en las mejores condiciones posibles.


La mirada es la primera ventana al exterior, lo primero que habla de nosotros. Uno puede mirar con sorpresa, con lujuria, con tristeza, con ternura, mirar hacia el recuerdo o hacia la imaginación; pero jamás, jamás se debe tener la mirada perdida. Pues entonces, uno no se podrá dar cuenta ni de lo que pasa a su alrededor ni en su propio cuerpo.
Aunque vacile la vista, aunque parezca que por momentos escapa de nuestro control y quiera recogerse al claustro de los párpados, por ningún motivo se le debe permitir tal encierro; tampoco se tiene que notar la más mínima vacilación, la flaqueza de la voluntad.
Si se sabe que de un momento a otro nos traicionará la infiel, entonces –en una primera estancia- hay que fingir control, sobriedad, después se llegará a ser todo un actor, a ser el personaje que se quiera representar; y cuando se logre dominar tal estadio, se podrá pasar al siguiente, al sonambulismo: al estar sin estar, a que poco a poco la postura se acostumbre a ser la correcta aun en las peores condiciones, a que el cuello, a que cada vértebra sigua bien atornillada a la espina, sosteniendo a los elefantes de la cabeza que a cada momento amenazan con caernos encima. Llegar a esta etapa requiere tener el cuerpo bien entrenado, que la postura, que el gesto, que la mirada de tanto practicarse se vuelva sincera, incluso cómoda. El sonambulismo va más allá del fingimiento porque es perder la conciencia de sí, es estar a obscuras y moverse como si el cuarto estuviese totalmente iluminado.
Tanto el fingimiento, la teatralidad y el sonambulismo pertenecen a un orden inferior o a las primeras etapas de perfeccionamiento en este oficio; aunque en ellas se puede ver un arduo esfuerzo y un continuado desarrollo de las habilidades; pero, aún queda un gran trecho que recorrer para alcanzar el genio en este arte.
Con el tiempo el iniciado –fruto de su esfuerzo- dejará estas tres etapas y tendrá, al fin, los ojos donde deben de estar hasta el final de la jornada; y con ello podrá ir soportando y teniendo plena consciencia del enorme peso del mundo que antes no aguantaba y que se anunciaba precozmente sobre sus pupilas.
Entonces mirará un espejo y se verá idéntico a aquel que entró en el bar o en la cantina hace ya tantas horas; podrá ver a discreción y sin la menor falta el escote de su compañera, será como el zorro en los juegos de ingenio con sus contertulios. En pocas palabras, el paraíso y el pulimento de su ser entrará y saldrá por medio de sus ojos.
Además podrá explicarse ese llanto fácil, esa tristeza o spleen que muchas veces no tiene un cauce preciso o podrá, en soledad -porque uno es el borracho en sociedad y otro el solitario; y de los dos se debe de aprender- palpar esa herida con calma o con la furia con que fue causada, escoger el licor o los licores justos, hurgar en los recuerdos precisos, en la hora correcta para poder paladear ese placer que nos da el dolor, porque finalmente, ese sentimiento nos acerca a nosotros y al otro –si es que hay otro-, nos hace ver esos otros rostros que también nos pertenecen y quisiéramos negar, y sin embargo, son ellos los que dan ese silencio y recogimiento de humanidad que la alegría, con todos sus acentos apabulla, nos niega sin darnos cuenta si quiera. Por ello saber mirarnos, nos hace comprender si lo que sentimos se puede expresar mejor en compañía o en soledad...


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