viernes, 22 de junio de 2012

LA COCINA Y SUS BRUJAS



No quería escribir sobre las salsas porque tendría que hurgar en el infierno mismo de la infancia, meter al corazón en las tinieblas de un pasado que creí feliz, vacío de cuentos infantiles y lleno de sonrisas que no puedo asir o recordar, porque los momentos felices existen cuando son vividos y después desaparecen dejando ese no sé que, que me dibuja en la boca un dulce o un beso en plena mañana lluviosa de verano.
Pero ni modo, la obligación semanal me impone preparar café para sumergirme en esta estúpida cacería de brujas. Lo lamento por el libro de José Bianco que tan bien se adaptaba a mi ánimo matutino. Pero si creo en la palabra y si quiero que los demás crean en la mía, tengo que dar fe de lo escrito en “Las brujas de las gorditas” y hablar sobre uno de los potajes más misteriosos que he probado jamás: la salsa. Aunque primero escribiré un poco de uno de los lugares sagrados de las brujas: el mercado.
Mi abuela –quizá lo soñé– antes de preparar cualquier platillo hacía la señal de la cruz sobre la cacerola o sobre cualquier objeto que le ayudara a preparar los alimentos, y después en el acero caliente, ya sea con masa o alguna pasta que yo desconocía, trazaba otra especie de símbolo que nunca supe bien a bien qué era, mucho menos qué significaba –pero religiosamente acompañaba a cada uno de sus guisos. Era como la cantidad exacta de sal que recogían sus dedos, esa pizca necesaria que ninguna cuchara, ni taza medidora podía sustituir. 
Me acuerdo mucho que cuando iba a preparar algo siempre me pedía que la acompañara al mercado. Los olores de la guayaba, el mango, los pescados, las reces o el chile de árbol o el guajillo completaban la atmósfera evanescente que se desprendía de la olla de los tamales o del atole que como incensarios iban difuminando el mercado, diluyéndolo del tráfico de la vida diaria, arrancándolo del mundo. Para mí comprar el tamal y el atole eran como una forma de peaje para entrar en ese mundo al que mi abuela parecía, no sólo pertenecer, sino reinar de forma natural.
Allí era muy raro ver a hombres apretando los melones o pellizcando los muslos de los pollos o buscando el lustre a las escamas del huachinango o acercando la cara a sus ojos para comprobar no sólo su buen estado, sino algo que yo no podría describir y era mucho más importante que la calidad de los productos. Mi abuela muchas veces dejaba ciertos insumos aunque estuvieran buenos, diciendo algo como: lástima, es una verdadera lástima que haya tenido que ser así. En seguida, dejaba de visitar ese puesto por unos meses, como si hubiera una maldición en él que le impidiera comprar allí, sin importar que conociera al vendedor de años.
No había una sola mujer –si se preciaba de ser buena cocinera– que no magullara los alimentos, había un placer casi infantil, casi primitivo en cada pellizco o apretón. Veía cómo sus ojos se aguzaban al hacerlo, o cuando encontraban por fin el durazno o la cabeza de cerdo adecuada para sus guisos aparecía una media sonrisa que dejaba entrever una compulsiva alegría dominada por el filoso esmalte de sus dientes. Casi podía escuchar el sonido a fritura hirviendo que despedía la saliva y la boca ante el placer casi paladeado de la comida o de la cena imaginada.
Yo muchas veces apretaba las frutas o quería meterle las uñas a la carne, pero mi abuela me regañaba, me decía que los niños no debían de hacer eso. Siempre había pensado que era un poco egoísta conmigo, que quería reservarse para ella sola el gusto de palpar y sentir los alimentos, pero ahora no sé qué pensar. 
Todas eran mujeres, de hecho cuando llegaba a entran un incauto allí, no podía soportar las miradas que lo juzgaban por su atrevimiento; y éste, a los pocos minutos, desaparecía de improviso, como si su presencia nunca hubiera sido sentida y el lugar volvía como si nada a su equilibrio.
La mayoría de estas señoras o señoritas –casi todas, sino es que todas– llevaban en una mano la bolsa y en la otra a un niño o niña como yo. Muchas se conocían por su nombre, las más jóvenes al pasar, bajaban la mirada o hacían un gesto de respeto ante alguna señora mayor. No con todas se hacía esta deferencia.
Mi abuela era de las más respetadas en el mercado. En todos los puestos la hacían probar sus productos y se les iba la vida tratando de que ella certificara la calidad de los mismos. Lo que me molestaba eran los apapachos que me prodigaban las mujeres que conocía mi abuela, pues todas ellas me pellizcaban los cachetes o los brazos como si fuera un trozo de carne. Me acuerdo perfectamente la vez en que una señora casi me saca sangre de un brazo con sus uñas largas y afiladas, sobre todo recuerdo la mugre verdosa de éstas. En esa ocasión, mi abuela se le quedó mirando severamente y nunca la volví a ver más. Ella con su saliva curó mi herida, pero la verdad, me da asco recordar ese episodio. No sé por qué las mujeres creen que la saliva cura las heridas o sirve para limpiar la mugre o los restos de comida de la cara. Está bien en los animales, pero en los humanos se me hace algo verdaderamente insoportable. 
Pero bueno, sigamos. El camino al mercado estaba lleno de gatos –a mí nunca me gustaron ni me gustan– pero ella se desvivía por ellos, les tiraba algo de alimento o pasaba sus manos largas y huesudas de uñas afiladísimas y despintadas sobre ellos, me daba un coraje cuando sus colas se enroscaban en su brazo, porque a mí no me querían, ni yo a ellos –para ser justos. Siempre que estaba cerca me tiraban un zarpazo o huían de mí. Lo bueno que iba con mi abuela, la verdad era con la única que me sentía seguro en ese lugar.
Cuando por fin había comprado todo lo necesario, parecía cobrar una nueva vitalidad y me instaba a apretar el paso para llegar a casa y empezar a preparar los alimentos. De hecho, parecía que en el mercado y en la cocina mi abuela rejuvenecía, parecía otra, al menos yo la sentía más joven y ligera y muy hermosa. En su juventud, dice mi madre, era la mujer más bella en el lugar donde estuviera. Pero yo, aunque pude comprobarlo, como ya dije antes, me daba cierto pudor y algo de miedo verla, pues parecía otra, transformada por una alegría que no compartía conmigo, muy al contrario, aquellas expresiones de júbilo terminaban devorándome la tranquilidad.
Cuando la metamorfosis comenzaba, ella parecía una fuerza de la naturaleza; iba de un lado a otro, probaba todo lo que le ofrecían, daba consejos de qué platillo iba mejor con ciertos estados de ánimo o con algunas situaciones en específico; corregía recetas, ayudaba a las primerizas a seleccionar las mejores frutas, etc… Era un huracán de mil ojos y mil brazos y el hechizo perduraba hasta el momento mismo de la digestión, cuando todos habíamos comido lo que había preparado y terminábamos bufando, gruñendo o adormiliados sobre la mesa, hastiados de todo lo que ella había preparado para nosotros.

1 comentario:

  1. Quién no pensó alguna vez que su abuela tenía vículos secretos con el arte de la brujería? Hay abuelas de vigor inagotable y claro, siempre serán las mejores consejeras al momento de echar los ingredientes al perol, es una ciencia para iniciados ésa con que nos hechizan a través del paladar. Cuando una abuela guisa siempre sobra la comida, es como la multiplicación de los panes y los peces, además siempre tan rezadoras... definitivamente todo esto es muy sospechoso.

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