viernes, 20 de julio de 2012

PRIMERO UN CAFÉ SIN AZÚCAR


Cuando voy a un café, dependiendo éste, escojo muy bien dónde sentarme. Por lo regular me gustan los lugares apartados y semiobscuros. No me agrada estar cerca de señoras mayores, de una u otra forma las charlas terminan rezando sobre la familia; y sus carcajadas y el perfume ahogando sus cuellos, empañando las perlas falsas de los collares y los lóbulos de sus orejas y las lágrimas de sus aretes me dan asco. Prefiero sentarme donde pueda ver todo el lugar, soy mirón por vocación, además siempre ando buscando una mujer bonita –últimamente es lo único que me hace salir a la calle.
¿Una mesa?, no, no puedo. En este café en especial ya me acostumbré a la barra –es raro, sólo en un bar y no de mi ciudad me gusta sentarme allí. Se debe, principalmente, a que me encanta mirar sus afanes –para qué el engaño–: la meticulosidad de sus dedos, el movimiento sereno de sus brazos –creo que tengo un fetiche con ellos– y la mirada experta que cuida la leche, el agua, el café, pero sobre todo el tiempo.
Me gusta comparar su oficio con el mío, hacer un espresso es lo mismo que saber distinguir un buen o mal texto literario; verter en forma elíptica y morosa el agua en el chemex es como analizar la estructura de ciertos cuentos de Borges o Cortázar: darles su tiempo, ir descubriendo sus dones con lentitud; y por fin, al probar el café, descubrir esas notas, ese equilibrio que va más allá del oficio, pero parte de él: el genio; que me deja iluminado y en orgasmo como un soneto de Góngora o uno de Shakespeare.
He notado que el punto exacto está en su boca, en la manera en que sonríe al constatar una buena taza, “su taza”; después de verter lentamente el agua en el dripper o contar los segundos de extracción para el espresso o concluir la figura en la superficie espumosa y cremosa de un latte. Es en su boca, y en ningún otro lado, que sé que el barco ha llegado a buen puerto. Y es allí que doy gracias por mi vicio al café –que no a la cafeína.
En ese café en especial, nunca falla, pienso mucho en Agustín Jiménez, en particular en un poema suyo:
Uno invita café, escribe
un poema
avista a las muchachas en los bares.
Se es feliz.
Puntual, y si fallamos
uno toma café, compra
libros
observa a las muchachas desde el auto.
Se es.

Tengo que aclarar que nunca he podido escribir en un café nada que valga la pena, pero siempre termino como en la segunda parte del poema de Jiménez, o sea, “siendo” y mirando a las mujeres, codiciándolas –aunque yo ni auto tenga.
En alguna clase en la Facultad de Letras alguna vez escribí un poemita en el instante que veía a una mujer tomar su té. Lo traeré a colación porque trata de lo mismo que el de Agustín, aunque más azotado y sin ese momento de genio que logra la sencillez y la belleza de lo cotidiano. Pero además, lo transcribo porque cuando uno escribe o habla de cafés, la atmósfera que se respira es de ecos y reminiscencias, donde las apariciones están a la orden de la cafeína; tan eternas, como las espumas de un café o una blusa:


Porque sólo tengo la vista
para saber de ti,
para sorber tu boca
en el té que te bebe
y va consumiendo mis ojos
y estas horas
que me contemplan mirándote,
escribiendo estas palabras
para retenerte en mi memoria,
como pago de su destino
y el mío...
que se evaporan entre tus labios
y los hervores de tu té.

Son dos los elementos fundamentales de este tipo de bebidas: el instante y la mujer –con el alcohol pasa lo mismo, aunque también, si la mamonería intelectual o política clava la primera estaca de sus fueros, entonces, la charla está condenada al absurdo y a la ironía.
Tal vez, estas bebidas nos lleven o no a la creación; eso no importa o al menos no es relevante como la experiencia de estar allí, de ser parte de ese momento irrepetible y un poco irreal: el vaho del agua cubriendo un rostro y el pelo recogido, como vistos a través de una gasa que si intentamos rasgar la mujer detrás de ella desaparecerá tan de súbito como llegó a nosotros. Ni siquiera en la memoria quedará el recuerdo de sus dedos gráciles ni el seño inteligente de su oficio; ni sus ojos que embridaban el tiempo nos dejarán su color ni el café guardará sus demonios acelerados, su pistón desbocado en nuestra sangre. 
    Pero hay una cosa que, aun al rasgar esa tela de niebla,  no podrán arrebatarnos: la largura de un último gesto, no sólo de cordialidad, sino de orgullo, orgullo ante el universo de esa taza que alguien ha creado para nosotros y nos abre otro tipo de universos, quizá pasados, quizá futuros, quién puede saberlo. Por ello pienso que lo menos que uno debe de hacer cuando esto acontece es gozar con los cinco sentidos aquel afluente lleno de ambarinas reminiscencias.

1 comentario:

  1. Alguien que quiso distraerse de los hechizos y los picantes sabores del embrujo vino a dar nuevamente en las pócimas. Detective: te he descubierto por mucho que te escondas en los cafés como un simple mirón con aires de poeta. ¿De qué Facultad hablas? Eres sólo el personaje de una historia inconclusa que no se presta para las cajas chinas. Buen texto, vago.

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