viernes, 28 de septiembre de 2012

MILLÁS Y LA PERSISTENCIA DEL OLVIDO


Leyendo a Millás, siento que en cualquier momento pasará algo, que quizá no tenga relevancia; y sin embargo, habrá cambiado todo, incluso yo –sin notarlo desde luego.
Hay una mujer, porque vaya, siempre debe de haber una mujer con su lluvia o quizá sea el diluvio quien la traiga en esas miles, millones de gotas que poco a poco se van acumulando hasta ser primero una sombra desleída, líquida, para después verterse en un cuerpo sin fronteras y por último, ser la negación de un nombre, de un olvido familiar.
Ahora –no sé por qué, pues no fumo– tengo ganas de encender un porro contra la ventana y que la humareda vaya desenfocando la claridad del cristal, que difumine su transparencia hasta moldearla con la forma de un rostro, de ése, especie de fatalidad que cargo ya con cierto cariño y sin renuncia de nada, como si no se tratase del mío.
Paso mi mano sobre aquella evanescencia que ha creado el hachís y recuerdo a esa mujer que no se ha rasurado una pierna en la novela de Millás. Ésa, la que tiene la soledad atada a las medias como un luto que no se atreve a peinar, ni a quebrar; como esa voluta etérea que frente a mí no deja de ser aquel rostro y su ausencia.
Me envuelve tratando de besarme, intentando entrar por mis fosas nasales; y ya, en  mi garganta, raspase un discurso que me sé y por ello no me digo y no soy siquiera capaz de balbucir. Aunque ni intuyendo –como lo hago en este momento que no estoy más en mi casa, que estos cuadros, paredes, muebles aunque parezcan los míos no son los míos, ni estas manos sobre el teclado,  mis manos. No, no pueden serlo.
Me besa, siento su aliento sobre mi boca. Entra y sale, entra y sale de mí dejándome una pestaña en la lengua, como esa flor del paraíso, como esa soledad que lentamente va apoderándose de todo; ladrillo tras ladrillo, ángulo tras ángulo va decorando, sin yo saberlo, con los ecos de tus ausencias.
Doy una segunda calada. Es tan blanca la muerte de mi padre que parece la mía, aunque estoy de pie con el puño lleno de tierra, de negaciones, de encierros y sin yo sentirlo el puño parece fundido en sí mismo, una masa de hierro que no quiere soltar, dejar libre de una vez por todas al tiempo, al río, al fin, al fracaso y al vacío y es entonces cuando me doy cuenta que la mano está abierta y caigo hacia el fondo, buscándote, pero no hay nada, todo es un simulacro, nunca se entierra nada en realidad, el aliño del traje es lo único que muere.
Dónde he quedado, de quién es esta ventana y este reflejo y este pitillo hecho no por el gusto sino por la necesidad de la huída, del dejar algo. Mío no puede ser, yo estoy aquí sin moverme, sin esperar nada, sin miedo; sólo aquí, contemplando el vagar de las sombras mientras la casa se llena del olor a mierda de la marihuana y de aquellos muslos mal rasurados que aparecen o quizá nunca estuvieron en aquella novela de Millás.

1 comentario:

  1. No conozco a Millás, pero generalmente ocurre con toda la literatura, con cada lectura: si "si dos se besan el mundo cambia", también el mundo cambia cuando uno lee -ahora que andan de moda los agujeros- se le abre un agujero al mundo, uno por el que ensancha sus límites, y el estar o no estar termina por carecer de relavancia. Creo que debes desarrollar más tu texto impresionista, gracias por participar en este sorteo. ;)

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