viernes, 11 de enero de 2013

LA OBSCURIDAD DE LAS BARRAS



Cuando voy a una pulcata o a un bar, mezcalería, etc., pocas veces me siento en la barra. Aunque hay unas, muy pocas que me gustan. Probablemente porque conozco al cantinero y puedo hablar con él, aunque trato de evitar los temas sobre mujeres. La razón principal es que me siento incómodo en el papel de macho, no niego que soy un lujurioso pero no me gusta hablar de la mujer como si fuera mi mano. Ciertamente a veces por encajar en algún grupo se dicen cosas que no se creen realmente, afortunadamente son las pocas. Pero con un cantinero no puedo, prefiero hablar de futbol –que no conozco nada– o mentar madres contra el gobierno.

Detesto las barras porque allí se siente el ahogo de la soledad. Aquel que va directo a sentarse allí sabe que no hay posibilidad de engaño, no hay mentira que oculte la orfandad, el desamparo de la vida. Pues, es no sólo relegarse de los demás, es admitir el fracaso por encajar en un grupo, en el andamiaje social.

 Al pedir el primer trago de inmediato el mundo nos da la espalda o lo que es peor, uno mismo se la da. Acepta, con esa palabra tan simple que es, cantinero, quedar fuera de todo, hasta de sí mismo, pues el alcohol lo irá desdibujando, adormecerá sus sentidos hasta el punto de no distinguir ni la porosidad de la madera donde está su vaso ni la lisura de éste. Lo que busca al emborracharse es no sólo que su presencia física no sea sentida, él mismo desea no sentirse, dejar de tener consciencia de su estado de proscripto, desaparecer del todo para dejar atrás el rechazo, la fatalidad que día a día lo deja fuera de todo. Aunque ese consuelo –si así se le puede llamar– dura tan sólo un par de horas.

En una mesa, puedo aún sostener el engaño, pensar que soy parte de la conversación, podría palmear el hombro de alguien satisfecho de su ocurrencia, sostener una mirada cómplice o verme en esa mujer que acaba de entrar, creer que me guiñó el ojo invitándome a ser parte de ella, a embriagarme de felicidad.

Pero estar en una barra es estar en el reino de los borrachos por cuño, por genética. No hay más. El hombre social, el de la polis no tiene entrada en ese territorio que niega todo contacto físico, por más artificial que éste sea. Allí somos, si es que aún podemos serlo, sólo el reflejo de lo que el alcohol nos muestra, un perfil borroso, ambarino y turbio en el espejo de la cerveza o de lo que se esté tomando en ese momento –jamás un cocktail, nunca, pero nunca de los nuncas un cocktail.

Cuando voy con los amigos y me siento allí me pasa exactamente lo mismo. Quizá se deba a que las barras ya imponen una cierta disposición de ánimo, las bromas se hacen más obscuras, el silencio parece querer atar la gracia de las palabras. Sin saberlo, algo empieza a dispersarme, convirtiéndome en el ángulo más alejado de la alegría. Siento una necesidad de escape, de huida que curiosamente es la misma que me hizo llegar al bar y ocultarme de mí mismo en alguna barra y pedir el primer trago.

Lo peor es que sé que he sellado el pacto en el momento en que me sirven el vaso y deja éste su aro alcohólico en la madera larga y horizontal. Ésa es la rúbrica y no otra que indica que al menos por esas horas el mundo, y con ello yo, nos podemos ir al carajo.

Antes de sentarme o de que llegue el cantinero con mi trago, porque siempre hay un momento de reflexión, miro a mi alrededor, busco risas, pláticas, una boca, unos muslos, una cabellera larga que sea mi tabla de salvamento. Alargo esos instantes lo más que puedo, dilato el momento de sentarme buscando algo que me haga desandar mis pasos, aunque de antemano sé que no es posible porque la barra tiene algo de siniestro, algo que hace de los propios parroquianos parte del mobiliario o peor aún los hace execrables, tanto que los borrachos que están en mesas los ven con lástima o los ignoran del todo pensando para sus adentros que jamás estarán ellos allí, que el escarnio y la reprobación pública no los tocarán jamás a ellos.

 Pero es inútil, nadie llega a salvarnos; y el “triste, el desesperado” borracho queda atrapado en una especie de trampa. De repente se le quiebra la voluntad y las ganas de luchar; lame sus líquidas y espumosas cadenas y siente deslizarse por su garganta el agror recién comprado.

      El líquido remoja su barba, escurre por la manga de su camisa, deja su mancha, impalpable, húmeda, filtrándose por su piel, horadando sus huesos como aquel ruido de conversaciones que por más que lo intenta no puede acompasar, no tiene voz, las palabras se derrumban sin ruido, sin eco. Se sabe encerrado en una cárcel de carcajadas que diluyen su presencia, a sus propios gestos que son una rabia sorda que naufraga más y más con cada trago, hasta que al fin no se siente y paga sin saber cómo y se aleja sin percibir, al fin, una sola mirada sobre él, su misma sombra ha dejado de pertenecerle, camina solo y vacío, sin voluntad ni fe en el futuro.

1 comentario:

  1. Uy, perdón, señor! Uno que quiere aprovechar la promoción de dos por uno y le vienen con estos plantos sobre barras y mesas. Nada le salió de macho al bebedor de la barra, más bien se desfloró en orfandad y extranjería. Es verdad que las mesas son más cómodas, incluso se puede mirar a las personas de frente y compartir el espacio, la tarde, el sentido de beber en comunidad. Los espacios son como quien los habita o usa, eso que ni qué, querido vago de barra.

    ResponderEliminar