jueves, 28 de febrero de 2013

FRIDAY IM IN LOVE



Como decía en mi entrada anterior, antes de que se me acabara el tiempo, yo iba a platicarles de un viernes. Mis viernes por lo regular comienzan a las diez cuarenta. La causa se puede resumir en unos versos de Claudio Rodríguez: “si tú la luz te la has llevado toda/cómo voy a esperar nada del alba.” Porque a esa hora es precisamente donde recupero el día, donde al fin puedo abrir los ojos a la embriaguez que su claridad me ofrece, su claridad morena, de tierra húmeda, de alba y de montaña.

 El día para mí comienza con su andar por el andén de Etiopia. A veces, cuando la veo, me gusta ir en pos de ella, apresurar el paso, la urgencia que de repente es un árbol florecido, el caudal de un río que de pronto se despereza y ya quiere desbocarse, perderse en aquel paso que siento lentísimo, que por más que muerdo con mi prisa no logro allanar del todo porque su belleza parece inmóvil, aunque sus caderas sean un alud de movimiento, siendo un espejismo que nunca logro asir hasta que éste logra enloquecerme del todo; pero muchas otras me gusta, como dice Bonifaz Nuño, dejarla llegar inesperada; e incrédulo gozar y mirar del contoneo de su cuerpo, de la vibración de su sonrisa, de la pausada alegría que empieza a madurar en mi carne, hasta ser un fruto en sus brazos. Entonces, cuando al fin estamos cercados uno en el otro, cierro los ojos porque necesito nulificar mi carne por unos instantes para sentir su respiración, su cuerpo sobre lo que ya no soy, su piel sustituyendo la mía.

Pero sólo dura unos instantes esa abolición voluntaria, porque su aliento de pronto me recuerda la bestialidad del mío. El minotauro que se yergue en mis pantalones poco a poco empieza a danzar en torno a ella. La hiere con toda la ternura que tiene. La estruja en pos de sí. Entonces la cerca con el laberinto de mis brazos y yo la veo y pienso que el mundo existe únicamente para que se pudiera dar nuestro encuentro. Porque mi universo, está allí, en ese embrujo ámbar sin tiempo donde me miro, en ese cuello adornado de obsidiana que mis dedos palpan por un segundo, que mis dientes muerden. Afuera, en el andén, pasan y pasan los metros, las personas cambian, la vida empieza a magullarse a nuestro alrededor. Pero nosotros estamos dentro de un círculo, de un pequeñísimo círculo que sólo abrazados podemos construir y gobernar y que nos protege del mundo, de ése que no sabe de calmas, de mares, de sudor y fuego.

Allí, encerrados, apalabramos los labios; se urgen los alfabetos de nuestras lenguas que van escurriendo por nuestros labios, por el mentón, encima de la ropa que nos urge a salir de allí, a abolir las leyes del mundo, del buen comportamiento, de lo que somos ante los demás.

Subimos las escaleras y en nuestras manos se forja la esperanza de un mundo, de una luna, me tritura las falanges con tanta ternura que no puedo más que sonreír, que ser, y me siento “un punto –pero no muerto– en medio de la hora –que ha dejado de existir–”. Su mano le da equilibrio a la mía, peldaño a peldaño me siento, me ratifico, doy fe que soy un hombre y que ella es tangible como un mar lleno de veleros al medio día.

Se suceden las calles y descendemos a un estado primigenio, el fuego arde en nuestros corazones y comienzo a recordar historias, a crearlas en ese momento; ella abre su corazón verde y sonríe y también habla de brujas y lunas. Latimos entregados a la tregua del instante, porque es eso precisamente lo que es la eternidad. Un instante.

Pasan los autos, se cambian los semáforos de color, personas sin rostro, casas efímeras, pero nosotros vamos por el aire, arrastras uno del otro. Le digo su nombre, lo repito, lo adjetivo con el mío, con la naturaleza, con ciertos poemas que me recuerdan a la Venus de Milo o a esa belleza concretísima que es ella y que centímetro a centímetro hace que recuerde todo el universo que de pronto me habita y gira a nuestro alrededor.

Estamos a unos pasos de la nada, de caer en el vacío del otro, que es también la eternidad, y ya soy puro lenguaje, semilla que en ella encuentra su tierra y da su fruto. Entramos a un edificio, subimos más escaleras y la dejo pasar, quizá por cortesía o tal vez porque me gusta observar el movimiento de sus caderas y sus glúteos haciendo que el edificio sea, que de pronto todo adquiera gravidez y color. Busco las llaves, la reja cruje como un centinela viejo, se alza y nos sonríe con su boca desdentada y nos da el paso.

Dos vueltas a la llave, la miro, el embrujo, la clave, la entrada, traspasamos el umbral, las mochilas se precipitan al suelo, somos el hechizo. Me arranca la boca y yo las alas y la blusa, caemos, nos precipitamos hacia el fondo del otro. Estoy dentro de la alegría…

Olvidamos todo hasta que con rencor la luz que entra por la ventana nos hace recordar lo efímero que es la eternidad y lo lento que empieza a caer la espera. Ya la extraño y aún está desnuda entre mis brazos, ya la extraño y sus palabras me hieren con la firmeza del amor, de sus pechos en mi pecho, de mis ojos en su alma.

Nos vemos y seguimos tomados de las manos. Nos vestimos y siento aún sus dedos en los míos, salimos y sus manos son la bandera a que me aferro y con la que enarbolo la fe en el presente y en el futuro.

La tarde se refleja en su cuerpo y hay una luz que cae sobre su silueta que la empieza a difuminar, le aprieto más la mano, la quiero cierta, la quiero, la amo… y empiezo a extrañarla, me sonríe y antes de decirle todas las verdades que desconozco nos desvanecemos de nueva cuenta en el andén. Sólo su sonrisa queda un momento más delante del mundo, sólo su sonrisa es cierta mientras yo me diluyo solo en un mar de rostros monótonos.


1 comentario:

  1. Mira que conozco tal vez más de lo que quisiera todo lo que rodea estos escritos que ya son serie. Aunque el texto podría ir tomando la forma de una epístola disfrazada, aunque el estado anímico del que escribe llene de mieles lo que se narra, el lenguaje no se contamina nunca de palabras automáticas y obvias. La calidad está en la calidez, en la sinceridad (tal vez hiperbolizada, no sé) que sólo puede dar un mundo construido por medio de la vivencia. Son los mejores textos, donde la experiencia es motor de la inspiración, porque la hay y además deja fluir la bendición del lenguaje. Es un gusto, no sólo la lectura, sino cierta impresión de plenitud que,a uno que conoce y estima al que escribe sobre todo y nada, no puede más que alegrarle.

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