miércoles, 11 de septiembre de 2013

SONRÍEME, TONTA


Al final del día, cuando el balance es negativo, cuando el olor a camión o los callos en los pies se hacen insoportables y el cansancio va demoliendo hueso a hueso lo que queda del día hace falta algo que nos reviva, que nos sumerga en un olvido precoz, pequeñito de todas esas horas acumuladas, para mí ese bálsamo lo obtengo de un rostro atolondrado, más en específico, de una sonrisa tonta. A mí me pone feliz verlas un poco desencajadas, los dientes ligeramente separados y grandes, sonriendo sin importar ni la lluvia ni el tráfico o los apretujones en el transporte público.

Sobre todo prefiero las sonrisas tontinas de las mujeres, debido quizá a que el hombre es idiota por naturaleza, y bueno, tan acostumbrado estoy a ver rostros primitivos en el espejo que es mejor no hablar de ellos, al menos en esta entrada.

Pero las sonrisas tontas de las mujeres me atraen de una manera obsesiva –sobre todo si tienen el pelo largo y lacio y son delgadas, delgadísimas como si el viento se burlara de ellas y las arrastrara en el remolino de sus azares–, quizá es debido a ese estado de gracia y excepción que conlleva un rostro de esas características.

Digo estado de gracia porque pareciera que en un instante aparecieran delante de uno, como si de improviso llegaran en esas horas álgidas con su candor de pájaro perdido, con el pálpito recién apaciguado después de haber entrado, con el último pitido, al vagón del metro entre agrios rostros y empujones; o se corporeizaran en medio de una fila sin saber si es para un concierto, para las fichas en el hospital o la de las tortillas; o pudieran aparecer en medio de la prisa que impone una tormenta, extendiendo sus calmos brazos sin importar resfriados o los charcos sembrados dentro de las zapatillas. Como si su presencia no se debiera a un pacto de realidad, con el minuto a minuto, es más como si fueran en contra del devenir del mundo, la rebeldía está en la boca del tonto o la tonta y específicamente su sonrisa es el himno revolucionario de cualquier normativa. Por tal motivo no podrían ser personajes de novela realista; porque su aparición se debe a un capricho, no social o político, sino poético, a una junta de azares o de citas imposibles de justificar.

Su virtud radica precisamente en esa vacuidad espacio-temporal que su rostro transpira; por ejemplo, yo las he visto algunas veces en el metro y pareciera que no les importase ser trituradas por los hedores y por los odres pesarosos de tanto trabajador o por la pereza con que el metro decide si mueve dos, diez o todas sus ruedas por una buena vez o se queda a pastar por siempre en alguna de las infinitas estaciones de la ciudad. Yo las veo y de inmediato esas sonrisas tonteriles empiezan a devorar el peso de las horas, de la quincena flaca y el estómago a punto del desmayo. De buenas a primeras, bajo su égida todo se trastoca, se instituye dulcioneo el mundo.

Ellas, en su tonteril vaguedad pareciera que no estuviesen en el mismo vagón en el que tanta gente junta sus carnes; porque algo nos separa de ellas, como si de sus sonrisas a nosotros existiera un kilómetro de distancia, todo un universo donde el dolor del cuerpo, su cansancio y los años –sobre todo cuando se regresa de la universidad o del trabajo– no existiesen, como si la tonteril sonrisa tuviera el embrujo de hacer desaparecer las fatigas humanas, sus trabajos y sus días.

A veces, al verlas antes de ser difuminado por el bocinazo de los vendedores de discos puedo sentir el modo en que reconcentran los perfiles de su silueta en la boca; y como si de un imán se tratara, yo mismo soy arrastrado a ese universo tonteril; me transfiguro, mi cara cambia, miles de chispas iluminan mi boca; y todo es más claro y espacioso –sobre todo si estoy en el transporte público–, y de repente estoy en ninguna parte, habito de buenas a primeras la infancia y todos los recreos del mundo. A partir de ese momento, todo es una apuesta a la sorpresa, a lo desconocido, mis sentidos se abren pro primera vez: el movimiento del vagón, el sudor del cargador de al lado, el bostezo del otro sobre mi nariz o el estornudo del estudiante en mi nuca o ese perfume de campanas vibrando y vibrando sin fatigar sus metales; nada me pesa ni me cansa porque todo lo que me rodea es desconocido o al menos lo veo desde un cariz diferente.

Nada importa entonces porque o todo es nuevo o como si por primera vez los percibiera realmente en su nimiedad;  como si tener la cara de tonto significara volver al olvido y a la inocencia, sopesar de una forma más ligera el peso de las horas; entonces, no tiene la menor importancia tener los huesos deshechos o los dedos nadando en las aguas encharcadas del zapato porque no se pudo evitar la lluvia, tampoco me molestaré por el tufo esparcido a lo largo y a lo ancho del transporte. Para el tonto el mundo se mueve demasiado rápido para que se ponga a pensar en esos asuntillos sin importancia, para qué sufrir si la vida se va en un segundo.

Nada importa porque de un momento a otro estaremos en otro lugar, no hay mal que por bien no venga, además un rostro perdido y alegre puede refrescarnos la carga del día. Esos pequeños milagros nos salvan, nos reincorporan al mundo y es entonces cuando nos vemos sorprendidos, reflejados en las ventanas del metro o de las marquesinas de la calle con una sonrisa tonta que nos vuelve inmortales o niños y si cae un diluvio y andamos sin paraguas es mejor bailar bajo la lluvia y seguir el rumbo de nuestra tonteril sonrisa, al fin y al cabo tarde o temprano terminará de llover.

1 comentario:

  1. Tan tonto y hasta afeminado suena el título que me había resistido a leer esta entrada por aproximadamente cinco largas semanas. Resultado: en la sonrisa tonta del título se refleja la profundidad que tiene lo aparentemente intrascendente, porque en la sonrisa tonta y desmañada reflejamos lo que somos en el punto álgido donde nada parece tener remedio en realidad y lo mejor que podemos hacer es reírnos de la encharcada desgracia. Atrapados en el subterráneo, en la fugacidad de las estaciones, hay imágenes que quedan, aunque sean el jalón orejas que una madre da a su hijo, la caída de una dama encopetada o la sonrisa de una tonta que nos regresa al aire de la vida.

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