domingo, 27 de abril de 2014

El RESUCITADO


Ha sido una semana difícil, una de ésas en que ni el grito sale, en que se queda amachado en la garganta como una bola de polvo hecha costra, imposible de tragar ni con dos litros de agua, ni con los mejores consuelos, vaya, con nada; pero la cereza del pastel fue que me atropellaron, afortunadamente resucité, lo malo que al no ser un Perceval o un Gawain o el hijo bastardo de alguna divinidad no resurgí con un conocimiento o bienes mayores de los ya poseídos; de hecho, de mis cenizas caí directamente sobre el pavimento mojado, menos deshecho afortunadamente que mi paraguas, pero con un dolor de cadera y espalda baja que al carecer de nalgas se fue prolongando por toda la cortedad de mis piernas. Con tal que quedé un poco contrahecho y sin las facultades de un Hefestos o el poder de una paticabriza deidad.
El hijo de la chingada que me atropelló -perdonen el vocabulario-, como caballero que desmonta a un simple escudero, no, ¡qué caballero ni qué la chingada!, como verdadero hijo de puta que fue, sin inmutarse me aventó la lámina del auto, y digo que sin inmutarse porque vi cómo me miraba justo en el momento en que me amoldaba su desinterés por la humanidad.

Después, no sentí nada, pasó quizá un instante o un siglo y entonces renací en medio de la avenida,  bebiendo el agua, el lodo, la noche y los meados de los perros que se mezclaban en mi boca. Me toqué lentamente la panza buscando el reguero de tripas, pero nada, la carne seguía fofa pero entera, doliente pero viva. Cuando mis ojos empezaron a enfocar las cosas, de mi vida pasada sólo vi el humo de aquel escape que ardía enloquecido por los no sé cuántos cientos de caballos  de fuerza que aquel idiota había tratado de incrustar en mi destino antes de desaparecer del mismo.

Cegado por la lluvia y por el miedo como pude fui reptando de la avenida hasta la banqueta más cercana, y en ese arrastre de dolencias, en esos minutos en que me hacía a la idea de que esa cosa arrumbada en la banqueta era yo mismo ni una sola alma se acomidió siquiera a preguntarme si estaba bien, si no había quedado pendejo o tullido. De un momento a otro el mundo se vació, el silencio fue la primera respuesta a mis quejidos.

Después de gemir un poco –digo, nunca he tenido un talante heroico-,  junté poco a poco mis huesos y empecé a tocarme por entero, a moverme lentamente para comprobar si todo seguía en su sitio. No tiene caso describir las minucias del dolor, digo, al no haber sangre o huesos expuestos para qué torturar a las palabras.

Total, después de validar mis baldadas rodillas y recoger el girón de paraguas y esa tabla de náufrago que es mi mochila, me fui sosteniendo del miedo para salir de allí y llegar a casa, al coto de humanidad que me impulsaba a seguir enrabiado a este mundo; necesitaba conmiseración, que alguien se condoliera de mí y me ayudara a levantarme de las profundidades en que me encontraba, porque no importaban los pasos que daba, la distancia que iba imponiendo entre el pasado y este pozo de presente, yo seguía allí, amarrado a repetir ese instante en que un auto me pasaba por encima.

Una y otra vez revivía ese momento y esa mirada que me machacaba los huesos; una y otra vez el dolor mordía con más furia, cada vez me clavaba con más saña sus cuernos en la garganta, en el incipiente llanto que no podía permitir que saliese, no podía porque hubiera sido claudicar de mí mismo, claudicar de esas boronas de pasos que lentamente luchaban por llegar al hogar; sería aceptar que ya no tenía esperanzas en este mundo, que la gente toda estaba podrida, que la bondad se resumía en una mirada que clava un cuchillo sin perder el pulso ni variar la expresión del rostro.

 Muro a muro me fui sosteniendo en cosas que no podía asir: la literatura -pensé mucho en Onetti y en Bonifaz Nuño-, el pasado, la música que se quedó en el suelo con parte de mí mismo; pero muro a muro también crecía la convicción de que la humanidad era una porquería, muro a muro quería cerrar los ojos a todos y a todo, pero el miedo me crecía por dentro, el miedo esta vez era una obligación a la vida, una necesidad de abrir los ojos para impedir que otro imbécil me quisiera matar por mero divertimento.

La vida es una raíz muy terca, en esos momentos se me enredaba a los huesos, fustigaba el aliento a su precisión de pistón insomne, a ese movimiento de llama lúcida que nos va caldeando e hinchando los músculos, las ganas de jalar todos los olores del mundo hacia dentro de nuestro pecho.

Respiré, respiré muy fuerte hasta sentir un tirón en las costillas, quería ahogarme de todo el universo, de mi barrio, de todas esas querencias muertas que ahora rejuvenecían en una concordia de memorias; respiré como si fuese la primera vez, como si fuese la última, respiré para ahogarme de mí y para deshacerme de mí, para ser todo aquello que quería devorar; respiré hasta el dolor para sentirme entero y para dejar de sentir este puñal clavado a mi costado; respiré conscientemente, respiré certera y despanzurradamente, respiré porque no hay acto de mayor vitalidad y de mayor rebeldía que ése. Porque ningún cabrón tiene derecho a matarme, porque nadie fuera de uno mismo puede decirle a alguien más basta.

Muro a muro yo ponía mis manos en mi aliento, muro a muro fui avanzando bajo la lluvia hasta que escurrieron los colores de mi casa bajo mis dedos, hasta que mis puños cerrados sobre la puerta anunciaron mi regreso definitivo a la vida; cada golpe vibraba en mí, cada golpe anunciaba mi terquedad, la dicha de saberme a salvo, de saber que la muerte sólo quiso platicar de tú a tú un instante conmigo; así entré a mi casa, deshecho y agradecido, en paz y en guerra, pero sobre todo vivo, como sea pero vivo y aferrado más que nunca a mi cuerpo y a sus horas.








1 comentario:

  1. Había de pasar, por vago, mi querido Lázaro o amo del Lazarillo arrojado contra un columna. Basta asomarse a la ventana para saber que la humanidad está podrida, y por si fuera poco, facultada para escudar su cobardía y su podredumbre detrás de media tonelada de metal. Perdí el sabor de tu narración por habértela escuchado antes de la lectura, muchas imágenes me recordaron esa charla en Memorias. Al menos parece que volverás a vagar. Te pediría que te vengaras atropellando tú a un automóvil, pero lo has hecho ya, en CU, quién quita y fue karma.

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