miércoles, 24 de septiembre de 2014

ESCATOLOGÍA DEL MUNDO


En México llueve como cualquier ciudad en el mundo y como en cualquier parte los chubascos no mojan nunca parejo; siempre empapan a los mismos, a los jodidos, a los proletarios, a los estudiantes que hacen hora y media o más de camino a la universidad, al CCH, a las Prepas…, a esos que se dicen clase media y salen a las seis de la mañana de sus hogares para pagar las mensualidades de su ipod y regresan a las nueve o diez de la noche con el agua hasta el cuello, con el sudor acumulado en cada estación del metro, con los huesos un poco más cosidos al cuerpo por cada persona que empuja y empuja más cuando se abren las puertas de los vagones, porque se les hace tarde para llegar a morir de sueño y resucitar a las seis de la mañana para dejar su vida en el trabajo.

En mi casa se mete la lluvia por el techo, por las ventanas, por los libros, por el reggaetón de los vecinos, por mis propios zapatos, por el cerebro que es una especie de mastique petrificado, una muestra palpable de lo viejo que se está haciendo todo y de la indolencia para cambiar lo que ya no tiene remedio, lo que nunca ha tenido, porque hay cosas y personas que nacen rotas, baldadas para estos tiempos.

Hay tantas cosas que nacen podridas, sumergidas tan hondo que ni siquiera las podemos ver o su deterioro es tan rápido que no nos da tiempo en pesar una forma de salvarlas. La mirada es lo primero que se nos pudre, que deja de sentir asombro por el mundo, y desde allí todo se vuelve opaco, monótono, hasta dejamos de notar cierta peca que podría o no ser cancerígena; o no le damos importancia; es más, aceptamos como parte de nosotros un dolor que apareció de la noche a la mañana a un costado del cuerpo y no sabemos ni cómo llegó, ni nos importa deshacernos de él. Tan asfixiante es el trabajo, la vida, el internet que no sabemos cuándo perdimos la capacidad de mirar, de asombrarnos. Si perdiéramos la sombra no muchos lo notarían, nos vamos volviendo huérfanos conforme crecemos debido a la bestialidad de la vida y a la enajenación tecnológica que nos deja mansos ante la inequidad e inhumanidad que nosotros hemos propiciado, somos un tumulto sin rostros que avanza en círculos, atados a una invisible noria.

Y todo esto viene a colación porque hoy llegué a mi casa y sin saber por qué encontré las ventanas podridas, de la noche a la mañana los cristales son un par de cartoncitos húmedos que resisten y resisten las envestidas del clima generando, para ello, un bosquecillo de moho, un entramado orgánico de enfermedad que engorda su cáncer con cada trallazo de agua.

El moho se extiende como el rencor, como la bilis y la envidia; como la grasa en el hígado y pensamos que está bien, que es lo normal, que estamos haciendo estómago, que un parásito evita uno mayor; tenemos fe en la enfermedad, le construimos una casa o un altar esperando a que no nos mate, le sacrificamos poco a poco nuestros órganos para que sea indulgente con nosotros.

Mientras no duela tanto se puede resistir con improvisados remedios, con ciertos placebos como cerrar los ojos y abrirlos hacia donde no haya nada, hacia donde todos miran, hacia esa utopía que está tan a la mano que no es ya una posibilidad, sino una certeza, un aquí que apretamos par no desfallecer de otra cosa que no sea el hambre que nos hace levantarnos día con día para entregar nuestra vida a un trabajo mal pagado, inhumano, pues somos tasados a partir de la oferta y la demanda.

Una pantalla electrónica es la solución más inmediata para desconectarnos de nuestra humanidad, para hacer de tripas corazón hasta que éstas terminen por digerir hasta el último de nuestros latidos; total, todo se defeca, los símbolos de nuestro tiempo tienen forma de ano y mierda. Vivimos en un enorme estómago sin llenadera; somos toda boca y baba, toda oquedad donde todo se vomita; a dentelladas devoramos el tiempo y a dentelladas somos devorados; mientras somos útiles nos siguen masticando, cuando no, somos defecados al igual que la tecnología que desesperados deseamos obtener.

1 comentario:

  1. No sé que tan contraproducente sea para un lector conocer detalles tan superfluos del escritor como el de unas ventanas que han caído de pura vejez. Cartoncitos que, pese a su opacidad, siguen siendo para nosotros un espejo o un símbolo de caducidad. Y para un amigo lector, a veces es vergonzoso no estar enterado de estas tragedias cotidianas cuando significan, sino después, cuando casi han sido olvidadas. No sé: pienso en las calles de una ciudad con sus edificios y sus monumentos que nadie mira. Decir algún día: éste fue el vidrio caído que generó un texto del escritor. Uno por el que nadie daría nada, pero que de pronto se reviste de significado, uno nada iluminador, desde luego, pero la capacidad de generar algo de la nada nos envilece menos. Creo que perdí el rumbo, pero finalmente esto es sólo un comentario.

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