sábado, 14 de marzo de 2015

AD LUCEM








Al salir de la primaria, una de monjas, yo esperaba un cambio de suerte, había perdido como veinte kilos, sabía defenderme un poco, lo necesario para que me dejaran en paz. Mi vista comenzó a crecer y al mismo tiempo a encontrar su claustro, su retiro espiritual en los chalecos apretados de mis compañeras de quinto y sexto. Sobreviví y pensé que al fin podría vivir en una secundaria como cualquier otra, como a la que iban mis primos. Total, no éramos ricos y además las colegiaturas eran abominablemente altas. Desgraciadamente no podía medir las capacidades que tenía mi madre para el trabajo y la privación, así como en el amor desmesurado que nos tenía y que terminó aplastándome.

De buenas a primeras me dijo que iría a una escuela privada, que era dirigida por un sacerdote y que necesitaba subir mis promedios para alcanzar una beca. No pude contestar los golpes de palabras, en ese momento mi mundo se encerró en una única pregunta que podía salvarme o hundirme del todo: ¿dime por favor que es mixta?

Llegó el momento de la entrevista para ver si el padre director me daba su venia para ingresar, había una niña con sus respectivos padres en la dirección, no juzgaré si era o no bonita, aunque sí lo era, lo más importante fue que ¡era una niña! y eso me alegraba. Yo no tuve problemas en entrar pues mi historial monjeril hablaba sobre mí. El padre me puso una mano en la cabeza, me despeinó y le dio a mi madre la ficha de inscripción, la niña también se quedó y la naturaleza, en los seis años que estuve en el colegio, fue bastante bondadosa con ella.

Al salir de la oficina me detuve en el patio, horroroso, mucho más chico que en la escuela donde estaba, no había una división entre canchas de futbol o basquetbol, entre secundaria o preparatoria. Me di cuenta muy pronto que sólo los mayores podían jugar en él sin temor de ser aplastados, privilegio del cual gocé en quinto y en sexto de prepa.

La escuela me pareció un orfelinato o una prisión para menores, color verde vómito, opaco, triste y era tan angosto el edificio que, a pesar de ser un chaparro de oficio, me sentía asfixiado, como si el mundo se hubiera ensañado con los josefinos (a cuya congregación pertenecía la escuela) y con todo aquel que se atreviera a entrar por esas puertas. Después me di cuenta que existía otro instituto con el mismo nombre y que pertenecía, igual que el mío, a los devotos a san José; donde el lujo y la libertad, al menos para lo que importaba: el recreo; eran completamente diferentes a los nuestros. De hecho, unos compañeros y yo cuando fuimos a dichas instalaciones, como expertos catadores de piernas, rostros y senos, nos dimos a la tarea de investigar y comparar a las colegialas de allí con las nuestras; después de haber sacado una cantidad considerable de fotos –rollos y rollos, no había tecnología digital-, nuestro instituto volvió a perder. Quizá nos cegó la novedad, la ropa apretada, los tirantes del sostén que sobresalían de los hombros; sea como sea el panorama fue descorazonador; aunque me otorgó un álbum onanista que me permitió superar esa crisis y algunas más, de allí mis sueños de ser fotógrafo de Play boy.

Mi escuela, próxima a ser convertida en una sucursal del UNITEC o el Valle de México o en edificios departamentales…, se llama aún Instituto Juventud. En la actualidad el verde vómito sigue presente pero ahora, después de la renovación que yo ya no viví, parece, al menos la fachada, un baño público, ¡por dios quién en su sano juicio le pone azulejos! Si la tumban, que lo harán, será en parte por ser tan fea, y sí, juro que me duele y lo que quieran, pero es que es fea, si fuera mujer no creo que alguien quisiera sacarla a bailar, es tan “planita la pobre”.

            La segunda cosa por lo que será tumbada es por la glotonería económica de la misma congregación, si ya no produce que la tumben, la educación poco importa; la tercera, y a eso se debió el que fuera una buena escuela para maestros y alumnos, fue su disciplina. No es posible que en las escuelas en la actualidad un alumno le quiera pegar al profesor, ¡y lo haga!, como ha sucedido en escuelas como el UNITEC; y aún más terrible, que después de hacerlo se defienda a esa bestia en lugar de al profesor o que los propios padres o familiares acepten el soborno como práctica legal –pagar por todo, hasta por el título es también soborno- o sobajen al maestro con frases como: ¡Usted no sabe quién soy yo, con qué derecho reprueba a mi hijo!

La prepotencia, la falta de atención a la niñez y juventud originan estos comportamientos absurdos. El maestro no está para educar ni para cumplir caprichos, el maestro está para inculcar conocimientos, para hacer que el niño o el joven empiecen a usar su cerebro para discernir el mundo, para observarlo y emitir un juicio, para razonar y no a aceptar ciegamente un credo o una ideología.

            En mis tiempos de estudiante era impensable insultar en público al profesor -los apodos no entran en este rubro, son parte del crecimiento del estudiantado, es una manera de asir y expresar la esencia de x o z individuo-, ahora el alumno intenta por todos los medios de engañar al que trata de llenar su cabecita hueca, éste saca su celular en clase o abiertamente se burla del que pasó toda una tarde preparando lo que en ese momento trata de transmitirle.

Sucede porque se ha visto la educación como un negocio y sale más barato correr al profesor que al alumno y porque los padres no le han enseñado a ver al maestro como una figura que se tiene que respetar por el simple hecho de que él le enseña algo que ningún otro…: el modo de valerse por sí mismo, de afrontar la dureza, la parte más áspera del mundo.

El maestro y la educación en nuestros tiempos son desechables. No le conviene a los grandes capitales tener una sociedad instruida, como tampoco a la clase política que la prefiere atarugada, agachona, sin opinión crítica para que sea fácilmente controlada y puedan, a sus anchas, seguir sangrando al país e hinchándose los bolsillos con nuestro dinero a partir de palabras vacías, sin fundamento, creando espejismos de bienestar que son promovidos por ellos mismos a través, por ejemplo, de los medios de comunicación.

Es lamentable que la mayoría de la sociedad no esté capacitada, ya no digamos para distinguir el oro de la paja, sino para ver en la compra de una casa o en el de un vestido valuado en miles de pesos un abuso de poder y de confianza, un robo artero, una burla y un cinismo abierto ante una población hambrienta, con problemas de salud y educación terribles. Derechos fundamentales del ser humano que parecen secundarios para todo político que prefiere gastar miles de millones de pesos en campañas electorales, en viajes, en publicidad que en el mejoramiento de las condiciones humanas; ¿para qué invertir en educación, en salud y en alimentación? Es mejor tumbar una escuela y ver la ganancia económica. La congregación josefina en este sentido parece seguir los lineamientos económicos y políticos del mundo actual, ¿qué, si no, representa la venta del Instituto Juventud de Santa María la Ribera?

En aquella época a mi madre no le importó el asqueroso edificio, las faldas largas de las compañeras, ni el acartonamiento en el intercambio de saludos entre hombres y mujeres; lo que a ella le interesaba era lo que la escuela me podía aportar: disciplina y conocimiento. Puedo decir que en estos aspectos el instituto cumplió de manera sobresaliente, aunque habría que matizar.

(continuará)


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