martes, 9 de agosto de 2016

AMAESTRAR



Me acuesto en el sillón, cruzo la pierna derecha sobre la izquierda, las chanclas caen al piso, abro un libro, mi perro se sienta frente a mí, me mira fijamente, trata de salvarme, mueve su cola, rápido, muy rápido, no quiere que me vaya.

Observa a su alrededor, ve su cuerda de trapo, la trae, no le hago caso; ahora deja su calcetín a mis pies y corre, mira hacia arriba, espera un milagro, nada cae, el calcetín sigue en el mismo lugar. Regresa y se vuelve a sentar, a él lo mira fijamente, le gruñe, quiere espantarlo, separarlo de mis manos.

Ladra pidiendo ayuda, está desesperado por mí, va por mi hermana pegada al Facebook, la jala de la chamarra hasta el sillón, me ve, me enseña su chamarra, me reclama, la ignoro.

Él me lame los tobillos, los dedos de los pies, se acurruca sobre ellos, gime, parece puerta sin aceitar. —¡Cállate Ruelas! —Avienta los ojos de perro triste, mira las chanclas y se acuesta muy cerca de ellas, sabe el riesgo que correría, pero es mejor, no quiere perderme, afuera no hace sol y quizá la lluvia se tarde media hora más en regresar. Empieza con la lengua, ahora un colmillo, dos, ruge, zarandea una, la destroza, aviento el libro, me paro en chinga, se para en dos patas y apoya las otras en mi pecho y mueve su cola, ¡maldito perro!, termino rascándole el lomo, me lame la barba y se baja, señala su correa, yo a Chéjov en el suelo, me trae los tenis, ¡demonios!, pero antes le doy unos buenos chanclazos con la destrozada y le digo que ¡no, no y no! Hay que saber amaestrarlos.

Salimos, me gustan los días con charcos, a Ruelas más.

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