miércoles, 1 de noviembre de 2017

BOINAS


No sé desde cuándo empecé a usar boinas, quizá en preparatoria, a esa edad los apodos eran muchos, los más usuales: españolete y Benandio. Era normal y los entendía, yo mismo pude ser más cruel, así que “salí bien parado” de mi etapa de puberto.
     La primera que usé pertenecía a mi padre, era musgosa, de pura lana y de patria inglesa. No lo recuerdo usándola, pero a mí me olía a fábrica y a chofer de autobús, a trabajo y madrugadas al pie de un bote de tamales y champurrados.
     La boina no es un artículo de lujo, es tan importante como los zapatos, es parte de la cabeza del asalariado, allí van cómodos sus sueños, la imaginación que siempre se precipita sin dejar constancia de sus suicidios, es la boina quien los resguada del tráfico, de la entrada al trabajo, de soportar una jornada de ocho o más horas. Es la palmada en la cabeza del amigo, la caricia que calma los pensamientos más desesperados, es la definitiva resolución de salir y ganarse los pesos.
No puedo, como hacen otros, ver en la boina un artículo de excepción, para mí no muestra la sensibilidad única del artista, no es parte de su uniforme ni debería serlo; ellos ya tienen sus extravagancias propias o sus horribles sacos, sus camisas de rayas o cuadros, sus suéteres de viejitos o sus manchas de pintura o de barro  y esa manera tan exagerada de ver la lluvia y a los hombres fumando un último cigarro antes de abordar el transporte público que los llevará a casa.
 Para mí el arte es un oficio de obreros, el genio poco o nada tiene que ver con esto, es un trabajo diario, hecho a horas y a deshoras y mal pagado. Las manos del orfebre, de la manicurista y del albañil tienen su símil en las deformidades mentales que con paciencia se van irguiendo dentro de las cabezas de los escritores. En estos, es el cerebro quien se curte, al que le salen callos sobre los callos de la memoria y sangra sus obsesiones en cada uno de sus textos. Al final del día todos terminamos cansados, fastidiados de luchar con el hierro o con las uñas, con la maldita hoja en blanco o con las arbitrariedades de un jefe de sección o las envidias en el hormiguero donde seis u ocho horas de nuestra vida pasan con más pena que gloria.

No queda más que aguantar el golpe del despertador, calentar un poco de café y, si hay tiempo, desayunarse unos huevos o unos tacos de frijoles; después cambiarse, tomar la boina y abrir la puerta, ver el horizonte  y ajustársela bien ahora en serio hasta las orejas, como si apretáramos el corazón a los pulmones, como si quisiéramos que ésta nos protegiera de todo mal, de ese primer paso que nos marcará el rumbo de todo el día.

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