lunes, 7 de diciembre de 2009

EL SECRETO ESTÁ EN LA PASTA

El cuerpo humano es simplemente maravilloso, se va adaptando a lo que sea, desafortunadamente casi siempre por necesidad. Con ello me refiero a que si antes podría darme el lujo de comerme un buen pedazo de bistec acompañado de una cheve bien fría, con el tiempo este gusto por la carne roja fue sustituido, por la voluntad de la cartera, en una milanesa de pollo, y últimamente –ante mi espanto– le ha estado echando el ojo a las alitas de pollo, afortunadamente la cheve sigue estando bien fría.
El organismo en estas condiciones adquiere un virtuosismo, un talento de adaptación, que claro, no es innato. Pues díganme qué artista sin dedicación puede llegar a crear verdadero arte. Al parecer me estoy desviando del tema, pero no se crea, ya que precisamente la literatura nos dota de ejemplos sobresalientes sobre esta materia, como en el caso de Kafka en “El artista del hambre” que es una muestra de lo que el cuerpo humano es capaz de soportar. Claro que su artista es un hombre por encima de nuestras banalidades, demostrándonos dos cosas: que no todos podemos ser artistas y que para ser un verdadero artista se debe uno morir de hambre.
Al menos, en México, el sistema educativo, el secretario de economía y todos esos ínclitos dirigentes que rigen nuestros destinos deberían de estar orgullosos de la población, y nosotros, a su vez, dar las gracias por el buen tino de nuestras instituciones. Pues ciertamente fallamos en uno de los dos puntos necesarios para ser artistas –quizá por ello aún no somos primer mundo–; claro, no todos nacemos con el talento necesario para crear una obra de arte, cómo culpar a nuestros dirigentes de ello, imposible, sería absurdo; pero no todo está perdido, ya que la mayoría de los mexicanos es un artista en potencia, o al menos hipersensible al arte, pues cumplimos y por mucho con uno de los requisitos indispensables para ser artistas: la desnutrición.
No quiero que se me tache como una persona que no aprecia lo que las instituciones educativas y gubernamentales han hecho por mí, tampoco pretendo que piensen que soy un malagradecido. Sé que nací sin genio alguno, pero también que no tengo convicción de artista, a ello le achaco mi preferencia por el bistec, o por un buen pedazo de chorizo toluqueño que a todas las propiedades nutritivas de las alitas de pollo. Estoy mal, lo sé, yo mismo lo reconozco y probablemente sea de las pocas personas que prefieran vivir en la ignorancia, en el embrutecimiento que hartarme de esa sensibilidad artística que nos han impuesto.
Aun así, por más que reniegue y pida vivir en el analfabetismo esta educación es obligatoria, es nuestro derecho –dice la constitución–, y lastimosamente tendré que seguir con tan magro régimen y empezar a ver con distintos ojos a las tan mentadas alitas de pollo.
Mi madre cuando estaba de melindroso o no entendía ciertas cosas que por su experiencia ella sí, me decía, es por tu bien hijito. Y vaya que mi santa madre tenía razón. Unas alitas de pollo le dan sabor al caldo. Podrá faltar la pechuga o los muslitos, pero un caldo sin alitas es un simple vaso de agua. Además, aún queda el consuelo de la cheve bien muerta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario