jueves, 29 de septiembre de 2011

El noble oficio del borracho (quinta parte)

Ahora hablaré del demiurgo que me habita: el súcubo. Esa diablilla de formas opulentas que goza en enredarse entre mi lengua, que parece hecha de una especie de sal líquida, medio viscosa y que disfruta de ir escurriendo la hiel de sus pezones, los venenos de su sexo sobre mis papilas gustativas; emponzoñando mis labios hasta hacerme jadear un no que es más una afirmación por donde asomarán los tentáculos de sus pestañas cercando sus ojos amarillos –porque todos los demonios felinos e incontinentes tienen ese color de iris- por donde mi mundo se irá consumiendo, desfigurando al contacto de aquella lascivia, de esas excreciones segregadas en mi boca, resbalando hacia mi cerebro y hacia mi entrepierna como unas manos ligeras y firmes.
Tengo que admitir que hasta este momento no he podido exorcizarla. Siempre que tiene oportunidad o está de humor       -porque no siempre lo está-, me encadena. Sé que es una deslealtad ante todo lo que he escrito, pero a veces pienso que no sé si verdaderamente sea un borracho, quizá me engaño y mi verdadero vicio sea el de esperar la posesión de mi súcubo; a su lengua lamiendo mis sesos, hinchando y pudriendo mis sentidos, invocando a las bestias que se revuelcan en mi sombra y van arrastrándose en contracorriente hacia mí, abriéndose camino entre las uñas de mis pies, arañando lentamente cada milímetro de músculo, grasa y sangre, atizando su mansedumbre, hirviendo esas voces que apenas latían y que a su sólo contacto abortan en gemidos, en dolor o deseo.
A tal punto ha llegada mi dependencia que le he puesto nombre o quizá fue ella quien me lo dijo en medio de alguno de mis raptos; y es el mismo que les pongo a todas las mujeres que me ha hecho desear, pues no son más que una extensión de ella misma. Pero el nombre es un secreto, hay cosas que no comparto, pues sé que sería capaz de irse con cualquiera que la nombrara.
Para mentarla en este momento, le pondré el nombre que siglos antes otro le dio, otro que presumía de ecuanimidad; pero ¿qué puede el juicio y la virtud ante la belleza? Salomón nunca comprendió que era incompatible el apetito a la cordura y a la tranquilidad.
El deseo únicamente nos aleja más de dios, nos lo hace detestable; y sin saberlo, el reyezuelo fue codiciando el oro y la mirra de la Sunamita más que aquel otro imperecedero. 
El llamado Salomón, el ecuánime, el justo, el sabio, quedó en el olvido por el vino de aquella negra boca y por los sembradíos de trigo de aquel pubis; aunque siguió siendo Salomón, el profeta, pues sus palabras seguían siendo de otro, de aquel súcubo que terminó de esclavizarlo.
“Bésame con besos de tu boca, que dulces son tus amores más que el vino.” Salomón ya intuía que no era el alcohol lo que lo dominaba. Él mucho antes que yo había sentido un vicio más fuerte que el rapto báquico: la Sunamita; acompañada de todos los placeres mundanos, en especial el que otorgan los alimentos; por ello, El sabio no pudo  o no quiso distinguir sus efluvios de los de dios, pues éste también es representado con pan y vino; con mirra e incienso.
Esta equiparación con el cuerpo y la sangre de dios indica lo taimada que es este demiurgo; además, aquel que tiene tratos con los alcoholes de su cuerpo termina condenado, pues todo lo que se considera sacrosanto lo pervierte, no confundir con lo sagrado, pues ella forma parte de esa esfera.
Ejemplos, sobre su naturaleza y la de las cosas que corrompe, sobran: allí tenemos a Tablada con su libro Hostias negras, donde podemos encontrar versos como: “Toma el aspecto triste y frío/ de la enlutada religiosa/ y con el traje más sombrío/ viste tu carne voluptuosa…” o “el corazón de los que en ansia impura/ murieron abrasados de deseos/ ¡a la sombra fatal de su hermosura!…”
¿Qué otra cosa si no, era la Águeda de López Velarde?, ¿acaso no era una Magna Peccatrix como la de Salomón o la de Tablada? Con esbozar el camino bastará, pues sería demasiado farragoso hurgar en los estragos que ha hecho este súcubo a lo largo del tiempo; por ello sólo me concentraré brevemente en las cuitas de Salomón y con ello develar en lo posible la naturaleza de la Sunamita.
El Cantar de los cantares nos da muestras de ello: “No miréis que soy algo morena, que mirome el sol”. El astro siempre ha representado la divinidad y éste, como podemos leer, la dejó marcada de por vida, la abraso entre sus carbones, por ello se apena del color de su piel. De cualquier modo es una treta, pues el súcubo puede tomar la forma que quiera o que deseé aquel a quien esté poseyendo.
Además, el “no miréis que soy algo morena” es una invitación a recorrerla, pues si existiese algún incauto que no haya notado el color de su piel, las palabras de la Sunamita harían que éste empezara a codiciarla. También hay un aparente estado de orfandad que la hace más deseable, pues ese no poder cubrirse del sol,  remarca su fragilidad, su femineidad ante una fuerza que la ha subyugado y ante la cual nada puede hacer.
Bastante afiladas son sus palabras, pues dan cuenta que la divinidad la miró tal cual era y que no pudo resistir abrasarla. También hay un dejo de soberbia, pues ni siquiera un ser, en apariencia, todo poderoso pudo resistirse a los encantos de su carne; aunque después de que éste la poseyera la arrojara de sí, como si de una cosa podrida se tratara, como si le diera vergüenza su contacto. Todo ello hace pensar que ese dios –sol- que garabatea la Sunamita, no es una entidad virtuosa, sino sicalíptica e hipócrita, pues la vomitó después de haber masticado su blancura… 

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