miércoles, 5 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho (sexta parte)


Condenada al olvido y al tiempo, la Sunamita después de que dios la alejó de sus manos, sin poder ir hacia lo infra ni supranatural, se quedó vagando en este limbo humano y así fue injertándose en todo lo que era de su gusto: en las panteras y en las perras y en todo animal que le recordara su naturaleza. 
  Fue allí donde decidió para sí el color amarillo de sus ojos y para todas sus creaturas, pero no era suficiente, ni el león ni el tigre sabían lo que era la bajeza.

Violencia había, sangre a montones, aunque la lascivia sólo la encontró en los chimpancés que podían cogerla diez días seguidos, matarse por una gota del vinagre de sus pezones, por la selva de su sexo; pero a pesar de aquellas lenguas escurriéndose por todo su cuerpo, de aquella fuerza que casi le arrancaba los brazos y le destrozaba la columna y el cráneo; del hedor a jungla y a flora podrida y del silbante zumbido amotinándose como el sudor y el deseo en su boca, ella era desdichada; en ninguna de aquellas creaturas existía ni la fatalidad ni la conciencia de la perversidad, también ignoraban la muerte y nada sabían de ése, el que la había confinado a una tierra inmerecida, pues ella era parte de la belleza, su dentellada; y en este mundo no había un sólo ser medianamente hermoso.
Ella, aún mutilada y desfigurada por la rabia y el celo, era mil veces más tentadora y perfecta que cualquier efigie que aquellas malogradas creaturas habían hecho de su dios, del odiado. Tanto se reía de éstas, tanto, que llegó a imaginárselo así, como ellos: tan poca cosa, tan simple como unos cuantos trazos, tan vulgar como uno de aquellos que lo habían imaginado a su imagen y semejanza. Lo único que compartían con él era la soberbia, la lascivia y la hipocresía. Y por esas características y no por otras, decidió robarse las obras de aquel y hacerlas suyas, que serían –se dijo- un espejo más fiel de ése que hace mucho tiempo la había arrojado y desfigurado.
 Buscaba a los que se consideraban virtuosos, a los que se creían libres de cualquier tentación: sacerdotes, monjas, ermitaños, aquellos que jamás habían asesinado a nadie, ni siquiera a un animal para buscarse el sustento; hijos que nunca renegarían de sus padres; matrimonios que tenían trazados en el rostro la tortura de la fidelidad; niños, sobre todo niños que tenían la torpeza de la inocencia en cada gramo de su cuerpo y sobre todo en sus ojos; odiaba esas miradas llenas de ingenuidad, de bondad hacia los demás. Cómo detestaba cuando le estiraban las manos buscando sus brazos o cuando le sonreían de lejos; eran peor que animales, ignorantes de que su cuerpo había sido forjado para la locura, para dar placer y desesperación. A ellos los raptaba y los devolvía insensibles, secos o simplemente los masticaba hasta matarlos de dolor…

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