martes, 25 de octubre de 2011

El noble oficio del borracho ( 9 parte)


Ya no sabía por qué buscaba la entrada, cuál era la necesidad de salir de sus aposentos; no quería encontrarse de frente con las horas, con  las miradas de su guardia personal, de los sacerdotes, de cualquier persona que pudiera levantar sus ojos hacia los suyos. Le gustaba la negrura, la ceguera que le permitía percibir con mayor claridad el pasado, el peso de los glúteos de la Sunamita, sus olores, el mundo que en ese cuerpo breve y opulento era más vasto y rico que su propio reino.
Tendría que salir, lo sabía, el aire ya no era suyo, estaba fincado en el hoy, en la carencia y en la consciencia, obligándolo al exilio. Dijo su nombre con toda la ternura que el asco le permitió, quería una tregua con el tiempo, pero el metal sonoro de la entrada se fincó en sus falanges más raudo que esas ocho letras que lo habían felizmente minado.
Un golpe bastó, sólo uno y las puertas se abrieron… La claridad lo trituró, sentía sus zarpas en sus ojos, sus colmillos en su garganta. La frialdad de la armadura matutina chirriaba en su carne; su sombra tanteaba en la luz, buscaba el reposo de la galería abandonada, la tranquilidad de la penumbra que ahora lo invadía en fragmentos de nostalgia y desesperación.
Más ruidos, palabras quizá, un lenguaje familiar que había perdido: suave como un río, un aleteo de refulgencias que hacía más toscos sus gestos, más seco su cuerpo ennegrecido por las costras de sangre. Se detuvo como queriendo negarse, ser una piedra en el camino de nadie pero fue horadado por innumerables manos que lo sostuvieron, que lo ataban a ese mundo que le iba causando una profunda nausea.
Se dejó llevar, su sombra se iba alargando y alargando a todo lo largo del pasillo, parecía que el sol quería desmembrarla, separarla del abrevadero del que surgía, de aquella cámara que aun, con las puertas abiertas, continuaba obscurecida. La luz se colaba por cada uno de los arcos de palacio, Salomón parecía perder la consciencia, volverse loco, su cuerpo ardía completamente, se empezaba a llagar, a pudrir como una fruta recién cortada.
Los soldados apretaron el paso, pero el ardor no cesaba. Mandó, imploró que corrieran cada una de las cortinas de palacio. Se soltó de sus captores y cayó de bruces al suelo; reptando, sacudiéndose en la frescura del mármol; restregó su cuerpo y la Sunamita iba surgiendo de la piedra pulida, del frío, de la propia sangre coagulada de Salomón como si de pronto volviera a lubricarlo, a descender por él, surgir de lo hondo de su respiración, de las raíces de su aliento que era más un deseo que una realidad.

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