viernes, 11 de mayo de 2012

SIMULACRO DE UNIVERSO


La tarde está amurallada, los ladrillos parecen hipopótamos dormidos, grises pensamientos que se enmohecen como recuerdos de lluvia: uno sobre otro y otro hasta construir cada una de las paredes que rodean mi casa, que me encierran en unas horas duras, fijas y constantes; como si estuviera preso en la cuadrícula de un cuaderno y ésta, a su vez, subyugada por unas operaciones matemáticas que abarcan la mayor pesadilla de mi niñez y pubertad            –ilusamente, creo superada.
Los números me van restando realidad, las “x” son un ejército de espías encubiertos. Todo mi ser está en descifrarlos, pues de ese esfuerzo vendrá la calma. Pero estoy acorralado, ahora una “y” –que siempre es femenina– me interroga, me pone un cuatro y caigo en la ilusión de su numeralia, buscando en ella su forma precisa, la posición a la que estoy de su delgadez en el plano cartesiano y a la que está esa “x” que quizá comparta algo más que la incógnita con la señorita “y” y eso me enfurece, estoy celoso y quisiera derrumbar de un manotazo todos esos números, pero eso haría evidente mi estado y mi falta de control.
Sumo, divido, resto, multiplico y sigo solo. Con mis dedos   –cada cuenta que hago– construyo un simulacro de universo, una arquitectura que pretende simplificar y con ello, explicar el mundo. Estoy enamorado y tengo trece años, sus dos senos cerca de mi nariz, su boca entreabierta como mis manos, desciendo y muerdo la parte interna de su muslo –ya tengo dieciséis. Eyaculo –nueve o diez años–, trato de no gemir, mi madre en la sala ve la tele mientras escucha cómo mi novia se muerde los gemidos –perdí la edad en la adolescencia.
Hago la tarea encerrado en esta hoja tachonada de números tratando de comprobar que la vida es fácil –en la secundaria nada lo es–, que las “x” y “y” tarde o temprano se despejan. Canta un pájaro, miles, y aletean sobre los hipopótamos dormidos, no despiertan, aunque siento que inflan con mucho más brío su pecho y fruncen el ceño y por primera vez siento que cada tabique es distinto del otro, como si les estuvieran picoteando, a diferente velocidad, el sueño.
Las matemáticas son la otra cara de la filosofía, las dos son teorías inútiles –al menos para mí–, espejismos del hombre. La literatura al menos es más cínica y hay un desencanto que las otras intentan negar a través de ecuaciones, silogismos y preceptivas. En la escritura todo es una posibilidad, una conjetura, un engaño y una verdad múltiple y única. Nada se enmascara, porque es la máscara su verdadero rostro. Detrás no hay un vacío, al menos que no lo haya; y los gatos allí, todos, sin excepción –exceptuando al que se pasea en este momento por la pantalla de la computadora– tienen tres patas y el amor nace siempre en una perrera azul que bien podría ser el mundo.
La literatura es una eterna adolescencia que termina en la sonrisa de un niño o en la de un viejo o en esa edad que no tiene nombre entre los treinta y los sesenta –según Gabriel Zaid. Nada se sabe, el camino es demasiado negro, blanco y ancho y se bifurca y a veces regresa y otras nunca se le ve el fin o el sentido. Le sigo mordiendo los muslos a esa mujer buscándole lo negra y me excita el olor de su coño, tanto que me vuelvo un mandril entre sus piernas. Me olvido de mí, ¿tengo un nombre?, ¿soy alguien?
Mi lengua es un tiburón en medio de un paraíso de sangre y de señoritas “Y” –ahora, en este momento, recupero mi edad– secándome, urgiéndome a descifrarlas aunque me arranquen toda la dentadura y el deseo, ya volverán a crecer.
Leo, me escribo, soy otro y puedo si quiero darle un rostro a cada “y” sin necesidad de sumar o restar ni explicar el mundo ni desenmascarar a ese “x” que ahora tiene el rostro de aquel espía, Leamas, de The spy who come in from the cold de Le Carré; me consuela la pared de su muerte, ya no le tengo miedo, he visto su final, soy libre.
Pierde el interés –el niño que vivía en una operación aritmética–, ya mi mente lo ha sacado de mi casa y le he robado algunas “y” –es muy niño para llevarlas consigo y para guardarlas en un cuaderno; como yo lo estoy para preocuparme por el: dos por cuarenta y cinco entre diez igual a… Qué sentido podría tener ahora.
Miro hacia fuera y el enladrillado es otra hoja y otra escritura, más dura o gris y constante y más muerta, el pájaro ha volado, se ha hecho tarde o crepúsculo; pero antes del retorno a la pesadilla, el niño que, en lugar de dejar ir, terminó en mi estómago me ha contagiado de su miedo y eso me permite, sin pudor alguno, correr las cortinas que dan a la calle, que son casi negras de tan azul cielo… Me gustan las estrellas, qué lástima que no hay suficiente tela para abrigar con una buena constelación a esos hipopótamos tan, pero tan perdidamente dormidos.

2 comentarios:

  1. No mames, amigo, porque hoy no mereces que te llame vago. Me cansaría de decirte todos los ecos y resonancias que encontré en este texto, uno de los mejores, a mi parecer. Encuetro una prosa absolutamente intimista pero ya desapegada del "yo", una introspección muy honda al personaje que estás creando en una especie de narración que a la vez tiene su mucho de argumentaciones y filosofías. La imagen del enladrillado y los hipopótamos tan lograda. ¿Qué más puedo decir?

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  2. pff me encantó esta: Sumo, divido, resto, multiplico y sigo solo...

    magistrales textos :)

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