Hablar de una
fotografía es hablar de lo muerto. Sí, qué duda cabe; pero se parte de la
memoria y del juego de reanimar un instante que quizá no fue nuestro; tal vez
sólo lo imaginamos, pariendo en él nuestros olvidos o deseos; nuestras alegrías
o tristezas.
Barthes ya lo había dicho en palabras más precisas en La
chambre claire: note sur la photographie.
Escribía –lo parafraseo–, que una buena composición es aquella donde están
balanceadas dos fuerzas antagónicas; dos conceptos u objetos que por sus
características no se les podría concebir juntos, pero al hacerlo, crean una
especie de metáfora u oxímoron visual; como le
soleil noir (el sol negro) de Nerval lo es para la literatura. Creando un
momento poético, y como tal, eternizado en el devenir, fluyendo incesante como
parte de la vida o de la muerte; pues la poesía –si la hay– derrumba el tiempo
y el espacio, estableciendo –como decía un escritor que no recuerdo–: “en un
tiempo todos los tiempos y en un espacio todos los espacios”. La poesía
congrega la memoria del pasado; en palabras de Pitol: La voz de la tribu; es
juez del presente e intuye el porvenir. Es un hálito, una fuerza creadora,
fundamento de todas las artes.
En una fotografía –cuando es buena– se congregan multitud de tiempos,
posibilidades infinitas dependiendo de quién esté observando la imagen, pues lo
poético no se puede asir, aunque permanezca y nos sobreviva; tampoco se revela,
sólo se intuye y se padece.
Sólo el artista
pudiera conocer la historia que hay detrás y después de cada flashazo; pero no
siempre, pues quizá a su ojo sólo le fue dado lo que tenemos ante nosotros. Por
ejemplo: ¿A dónde va y de dónde viene el ciclista de Cartier-Bresson que parece
rodear el laberinto donde el minotauro –el mismo Henri–, en la punta de la
escalera, mira y dispara su Leica, construyendo, sin sospecharlo del
todo, una nueva arquitectura o un modelo de nuestro mundo?
Por las
confesiones del mismo Henri, se sabe que era un cazador de instantes; que salía
a las calles de París buscando quedar impresionado por los azares que le
deparara su aventura. Le gustaba estar muy cerca –nunca sobre ellas– de las
encrucijadas del destino para poder capturar esos aleteos poéticos, esas pestañas
de asombro y erotismo que rejuvenecían la carne de sus pupilas y le hacían presionar el disparador para preservar, en todo su brillo, un pétalo de esa
irrepetible rosa o laberinto que es la vida.
¿Qué si no, es
esa miel de espera apunto de palidecer por el miedo de la incertidumbre de la
cita, del hoy que parece retener las manecillas de los relojes para alargar la
desesperación, el sufrimiento, las preguntas por la ausencia, por el retraso
que se escurren al igual que las palabras del periódico por su regazo?,
haciéndome sentir unas inmensas ganas de ir a buscar ese café y pensar en un
encuentro, en una mirada que pueda rescatarla del abandono y del aislamiento.
Excelentes imágenes, un texto preciso: como sacado de un instante de espera, ¿un momento poético quizá? También los textos, y más los de este tipo, eternizan los instantes lúcidos del pensamiento, vago (no podía dejar de decirlo).
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