domingo, 11 de noviembre de 2012

LAS GIGANTAS




“Dos columnas de capricho bien labradas” decía Díaz Mirón al hablar de estas mujeres.  Yo más vulgar, por motivos sociales de supervivencia, diría: ¡Qué piernas, qué muslos, qué nalgas las de las gigantas! Porque bueno, uno no puede usar eufemismos con ellas, no, sería mentir lo que a simple vista es imposible.
La voluptuosidad no se puede tratar con tiento, porque es una expansión, es un mar entregado a su propia sed de infinito. En ella la voz es cuerpo y el cuerpo es más cuerpo porque éste es el crisol de todas las sirenas y de todos sus cantos: los imaginados, los oídos, los negados, los interiores y los que nunca existirán.
Sería un insulto ver a una giganta y no intentar proferir con alguna parte de nuestro ser la conmoción que nos causa su presencia. Si alguien ha sido arrastrado por una ola entendería lo que se siente el ver andar o simplemente el contemplar el peso definitivo, vibrante y rotundo de una giganta.
Cómo no desear quedar destrozado por ella. Sí, sé que si usted me conoce probablemente se ría de mí, digo, medir un metro sesenta y cinco –a lo mucho– y hablar de mi arrobamiento por tamañas proporciones no es algo que se debería presumir si uno no quiere terminar siendo la burla de sus conocidos. Pero ya dije, la voluptuosidad, la expansión que yo mismo experimento no es para callarla.
Cuando yo observo a alguna de estas señoritas empiezo a experimentar una metamorfosis: mi pelambre se hace más denso, las palabras empiezan a torcerse, a reducirse, a apretarse, todo mi ser va tornándose hacia un estado primigenio muy parecido al del grito. Todos los huesos de mi cuerpo empiezan a astillarme, se me encarnan, van sangrándome y con ello cegando la poca luz de mi cerebro. Todas las durezas que hay en mí quieren salir; y entonces, en un instante, soy sólo dientes, mi corazón empieza a tragar por dentro mi pecho y un hambre, un hambre que alimenta al Goliat de mis piernas termina por devorarme, me va vaciando, me hace derramarme hacia afuera, hacia ellas, las gigantas.
No sé por qué siempre que recuerdo esos versos de Segovia: “nalgas para asir y tetas para ser mordidas”; por fuerza me lleva a imaginar a una de estas mujeronas. Y usted dirá que las chaparritas también tienen muy bien puesto lo suyo; no lo dudo joven, pero aquí el tamaño sí importa.
Pues la lujuria, de natural indeterminada, en las gigantas va perdiendo lo difuso y adquiere su justo espesor, el epicentro y las ciudades de sus terremotos. Sólo en ellas he visto el verdadero tamaño y la silueta bien trazada de mi voluptuosidad.
Para mí, sobre todo, en los meses de noviembre a enero tengo la necesidad de ser cobijado por una de estas mujeres. Hundir mi nariz en medio de su canalillo e ir calentando mis manos en la inmensidad de sus glúteos o bregar hacia esos muslos que son probablemente lo más carnal en ellas, lo que despiertan mi primitivismo y un cierto sentido del rito de fecundidad, de adoración o de muerte, de inicio y fin.
Porque nada más es verlas caminar y ya se está en otro mundo, el canibalismo me empieza a dominar, un instinto de ser en la aniquilación me va abismando. Las calles, cuando las transitan, de pronto se desdibujan para ser ellas el centro del eclipse, la única luz y obscuridad. Pero también, hay que decirlo, un miedo va enredándose en los huesos y sólo el silencio pastoso tragado a la fuerza por la garganta, mientras pasan, lo denuncia.
Pero el miedo, no se olvide, es una forma de saborear nuestros límites, nuestra carne que deja de estar en posesión de nuestros pensamientos. El miedo es entrar en el templo de la adoración, es caminar sobre el umbral del misterio y lo oculto, que es, finalmente, la morada de la divinidad, de la vida y de la muerte.
Cuando las gigantas se mueven, todo queda quieto. Las calles, las sillas de algún bar, la naturaleza, nosotros mismos, todo, todo queda supeditado a sus curvas. Porque no crea que una giganta es una mujer boteriana. Señores, más seriedad, no hablo de caricaturas, hablo de MUJERES al cuadrado, de esas que parten plaza, que hieren las conversaciones y abren como una flor la carne y con ella nos ahogamos –o al menos lo deseamos– en esos segundos en que pasan, porque siempre pasan aunque estén quietas, mientras intentamos juntar los huevos necesarios para hablarles, preguntarles su nombre y por una cita; y algunas veces, cuando logramos acopiar el valor necesario, escuchamos su voz y todo el mundo se nos viene encima y no sabemos qué más pasó, pues momentos después ya se ha ido y sólo queda de ella un pedazo de nosotros y aunque hagamos memoria y tratemos o trate de recordar su nombre, éste es intraducible y lo sentimos, lo siento encarnarse a mi carne como un olvido que no cesa, ni cesará de repetirse.

1 comentario:

  1. Cada vez me convenzo más de que leo esto más por placer que por rutina. Aunque la amistad sea un sacrificio, hay texto que en absoluto implica un sacrificio leer porque se gana con ello. Es como esa parcela del mundo que sólo el verdadero ingenio logra sacar a la luz, y no por su incuestionable estatuto intelectual sino por el hecho mismo de la vivencia de esa parcela del mundo a través del lenguaje. Dado que tengo el privilegio de poder compenetrar la obra con conocimiento parcial de la vida y la voz del autor, pienso muy específicamente en una sola giganta que haya dado pie a este texto. Pero es ella el arquetipo de toda una especie que, para el tamaño del deseo y de lo que ese deseo puede expresar resulta un hallazgo. Y lo habrá dicho Díaz Mirón, pero también lo dice el pueblo: grandotas pa'que me peguen, ¿qué es de la satisfacción del deseo sin el dolor que provoca una satisfacción de tal envergadura (con o sin albur)?

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