jueves, 7 de marzo de 2013

ALEGRE MUERO



Mi piel va despertándome, acaricia de forma vaga mi memoria, la va reincorporando a ella, yo mismo le voy perteneciendo hasta que al fin, ya fincado en mi cuerpo, siento una especie de vaho que va subiendo hacia mi nuca. Estoy con medio cuerpo desnudo, siento las cobijas solamente sobre un pedazo de mi pierna y parte de mis glúteos. No tengo frío y sonrío ante la posibilidad de que la espesa penumbra de la mañana se haya ido. Trato de abrir los párpados, poco a poco observo desenfocadamente la cabecera de la cama; me giro, aún no puedo asir mi cuarto, todo parece desleído, irreal. Cierro y abro mis ojos, llevo hacia ellos las manos que despejan la última silueta del sueño y claramente miro, sí, porque la claridad es un don, que la luz entra como un toro blanco en mi habitación. Toro de mediodía, de vida macerada en sus propios jugos.

     Lentamente me incorporo, me siento, empiezo a recuperarme por entero, saco de su fragilidad a mi cuerpo, de su dejarse ir entre las cobijas. Recargo las palmas de las manos en las rodillas, busco a tientas, con los dedos de los pies, las chanclas. Me paro, desarticulo la boca en un bostezo, estiro los brazos hasta sentir la finitud de los huesos, su distancia prefijada que no llega al techo y sin embargo sus ansias están más altas que éste, sus afanes tocan el universo entero. Me levanto, camino como un borracho en la madrugada, sin ton ni son, pero con la idea fija de tener que llegar a un lugar aunque ese lugar no exista.

Llego a la ventana, corro las cortinas y allí, inmisericorde el sol asaetea los cristales de mi habitación y a mi cuerpo desnudo, solitario y que al cerrar los ojos agradece el calor, la vida que empieza a cerrarse en torno mío y me hace sonreír. El sol a estas horas es muy dadivoso, pero tan dado de sí que no hay partes del asta bandera, de la calle, de las casas que abarco con mi vista que no sean cubiertas por sus estandartes.

Giro a ver el despertador. La una de la tarde. Y me siento feliz ante la impunidad que he tenido con el tiempo. Imagino a las personas laborando, pensando que en una hora, quizá dos, tendrán su hora de comida; y yo, aquí frente al mundo, pero no dentro de él. Viéndolo, dejando que se queme, que se vaya al demonio, hoy yo estoy despertando, mi reloj es otro, y faltan algunas horas para ser parte de él.

El sol empieza a acariciarme en su lujuria, veo el pelo de mi pecho enrojecer y enroscarse, siento la sangre bajando por mi vientre y subiendo por mis muslos que se endurecen al contacto con el muro blanco y fresco del cuarto.

Pero en un instante me sobreviene un alud de deseo, de mieles negras, de hormigas voraces atizándome el falo. Sonrío. Aunque el país sea una mierda, la maquinaria funciona bien. Toco su endurecida ternura, su aquilatado grosor, el fiero goce que me ha bendecido por tantos y tantos años, sobre todo ahora.

Lo aprieto fuerte, muy fuerte y las venas se hinchan, quieren un desfogue, empiezan a quemarme vivo. Lo jalo a sotavento y a barlovento de las corrientes de aire que entran por los resquicios de la ventana. Me asgo a él como al palo mayor en medio de la tormenta, como el arpón al lomo enrojecido e hinchado de Mobidick.

Furioso me fustiga de un lado a otro de los mares de mi cabeza, del sudor de los recuerdos que de pronto se empiezan a empalmar, como yo mismo, en mí mismo. Y en la calle, la fiebre que va gobernándome me hace verla, me imagino sus ojos, viéndome, su gesto serio, sus labios que no quieren derramarse, que contienen el dique del deseo reventando mis esclusas.

Mis manos sólo son el instrumento de mi goce, en mi boca escurre la saliva y me imagino lamiendo sus labios, su saliva cae redonda en mi pecho, va descendiendo como la luz de un dios inmisericorde, rabioso hasta orlar mi falo.

La alegría me quiebra el esqueleto, dolor que es eternidad-instante de tenerte fuera de mí mismo, de ti que sigues avanzando y te desabotonas tu blusa; mientras tu sombra se alarga y se alarga hasta cubrir mi garganta que no puede más que gemir, no tu nombre, sino a ti misma que llegas en un instante a empañar las ventanas del cuarto; y al fin, el asesino que hay en mí te despoja de tu ropa, te arranca con los dientes el sostén, busca con los dedos mi dolor entre el tuyo, húmedo, caliente como las fauces de los leones que has despertado en cada uno de mis músculos que se abalanzan y destrozan en pos de ti y en ti a ti.

Todo da vueltas, a fuera ya no veo la calma, todo es una columna danzando, la calle se pandea, las casas se desdoblan, se diluyen sus colores dentro de mis ojos. Tú sonríes brevemente y pones tus manos en mi cuello, lo aprietas, quieres quebrarlo como yo tu cintura de maíz, de pan, de hambre.

Caigo al suelo, mis glúteos tocan el frío del parqué, la selva de tu pubis se enreda en mi falo. Somos una isla en medio de la nada. Te pido con las venas hinchadas y en plegaria que me destroces, que no puedo más, que la vida me quema y mi cuerpo está llagado de tu recuerdo que humedece mis manos y mi vientre y me vence y me vence y me vence en una espasmódica tranquilidad, dejándome abatido, blanco, vacío por ti y en ti, “serena ficción por quien alegre muero.”

1 comentario:

  1. El transporte entre la realidad cruda del que se va reconociendo a sí mismo en la habitación y el golpe de la ¿imaginación? o la realidad que se impone de pronto cuando aparece ella es excelente. La irrupción responde al mecanismo de una memoria sensitiva y corpórea que de pronto es tan vívida como la misma realidad. El texto va de la realidad a la imaginación, de la imaginación a la memoria y vuelve a la realidad o funde las tres como se funden los cuerpos,o como los funde el calor del falo que es el vehículo de las sensaciones y de todo lo que se les asocia. Andas filoso, vago, qué bueno que a mí me toca nomás el filo de la escritura, jajaja!

    ResponderEliminar