sábado, 30 de marzo de 2013

Seriedad



I

He aprendido una lección valiosísima mientras me cortaban el pelo. La seriedad. Ésta está estrechamente relacionada con el oficio, con la profesión; y parece que con cada uno de los actos de nuestra vida. Sin ésta, la carrera, el trabajo que practicamos pierde peso, sustancia.

Porque nadie nos respetará si no actuamos con ese aire de saberlo todo y de estar seguro de ello y demostrarlo con un adecuado tono de voz, sin dudas y una postura acorde; o ¿a usted le gustaría que alguien que se esté riendo o con un porte dudoso le pusiera unas tijeras en la cabeza? ¿A alguien desaliñado lo dejaría que lo operara del riñón?, por ejemplo. No se haga el tonto, la respuesta es negativa. Todo está en la actitud, por más especializaciones que tenga uno sin un adecuado porte estará fuera del mundo, condenado a ser uno más, un Gutierritos cualquiera, pero jamás un Godínez, porque en éstos el porte, la actitud, el traje, el limonazo en el pelo son esenciales en el buen desempeño laboral. Pero me estoy desviando demasiado.

En los espejos frente a mí, en los que no me veía –porque la estilista me hizo quitarme los lentes–, se reflejaban unas desleídas figuras que estaban absortas a una voz que con total desenfado y seguridad –y con los veintitantos años que su tono desenmascaraban– afirmaba que en tan sólo dos años había logrado estar en la punta de los vendedores de Jabones y demás menjurjes de belleza de la Zona Rosa y algunas otras colonias y delegaciones que no recuerdo (intuía las bocas abiertas y en forma de “o” de aquellos que le hacían círculo y que seguramente imaginaban un futuro parecido al suyo); pero –proseguía el muchacho– lo difícil es mantenerse. Llegar, cualquiera, pero mantenerse, sólo pocos; y lo primero que tienen que hacer es… La estilista, que tampoco perdía letra de la conversación, por momentos dejaba las tijeras en su libre arbitrio sobre mi cabeza, mientras ella giraba y suspiraba sobre aquel bien peinado y acicalado joven. Yo por mi parte, tenía que toser de vez en cuando para no perder parte del cuero cabelludo; hasta llegó, con un gesto de enfado a ofrecerme un dulce, que yo me negué a aceptar, por supuesto.

El especialista en belleza, después de contar en más o menos cuarenta minutos sus logros en lo profesional, los obstáculos que tuvo que superar para estar ahora allí, a las nueve de la mañana dando una charla a jóvenes ávidos de brillar en el difícil mundo del peine y la tijera; como de narrar aquellas luchas con otros colegas, como aquel encuentro que sostuvo con el Güerejo Fru Fru de la Nápoles que vendía productos franceses; o aquel sentido episodio con su primer amor que tuvo que dejar pues no entendía su destino, su vocación de perfume y shampoo; y ser finalmente aplaudido copiosamente por aquellos, por fin se calló, restándole importancia a su vida.
           En ese momento la estilista apuró sus manos sobre mi cabeza y en cinco minutos terminó con mi corte para darle las… manos animosamente al experto en productos de belleza. Yo, como pude, agarré el espejito que se encontraba en la mesa de al lado y lo puse en mi nuca para comprobar las extasiadas mordidas de burro que me dejó; me quité la bata y –sin darle propina, faltaba más– salí, entre murmullos de reprobación, pero totalmente erguido y con la vista al frente, con el paso decidido, pues también hay que ser un profesional en el enfado. Seguí caminando pero ahora visualizando la cámara que me tomaría la foto de la Maestría en un par de horas y que seguramente sería inmortalizada por alguno de mis biógrafos futuros, contando eruditamente este pasaje que le estoy relatando, sacando algunas conclusiones filosóficas de las cuales, aunque sé que están allí, no podría hablar de ellas en estos momentos.

II

Algunos días después, bajo el auspicio del gremio de limpieza del metro, ocurrió un evento parecido al de la estética. Ese día aguardaba como siempre a mi novia –que dicho sea de paso traía una cara de haber sostenido sin descanso al universo toda la noche y estuviera dispuesta a arrojármelo en la cara, y que si bien yo lo merecía, me hacían dudar entre abrazarla o sonreírle a una prudente distancia– y como es habitual en mí, llegué temprano; entonces dos intendentes de limpieza en la estación Potrero hablaban de cuál sería la manera más eficiente de limpiar el andén.

El de más experiencia miraba con indulgencia al otro que lo hacia de una manera desapasionada y rebelde –como es común a esa edad–. El señor, con el rostro en lontananza que llegaba hasta el final del andén y posiblemente a otras líneas del metro y se cruzaban con distintos tiempos de su vida; con las manos recargadas en el palo del trapeador que sostenían al mismo tiempo su barbilla, hablaba de las horas pico, de la manera en que tenía que acarrear al ganado de gente para que no caminaran por el suelo húmedo. De los escasos minutos en que tenían para limpiar el vagón antes de que entrara una nueva manada a ensuciarlo todo; de las jornadas maratónicas de doce horas que había realizado con una coca-cola y una guajolota en el estómago y de los vicios y las tentaciones que tuvo que evitar en la bodega de limpieza. Y con una sonrisa amplia, después de un largo suspiro, miró a su pupilo y le dijo: pero valió la pena.

Luego, se volvió a perder en sus recuerdos y en los ojos del púber que le delvolvían lo suyos a esa misma edad y recordaba sus brazos completamente engarrotados de tanto pulir un piso que quizá nunca tuvo brillo, porque por más que trataba de recordarlo o imaginarlo resplandeciente siempre se le representaba con el mismo matiz opaco.

Cuando regreso a sí, matemáticamente agarró el trapeador y le enseñó el modo correcto, el único, le dijo, en que se debía de deslizar. Nada de curvas, siempre rectas –le decía– y trata de no encorvarte más de lo debido si no te saldrá joroba –continuaba–. El otro poco a poco, por el miedo a quedar contrahecho, empezó a hacerle caso; su tutor se reía por la forma en que paraba las nalguitas al trapear.

Yo la verdad, que me encontraba escribiendo parte de esta entrada, no podía dejar de observarlos; quería preguntarle al mayor que si el pino no le hacía daño, porque a mí me da alergia. Me imagino las batallas que debe de librar el pobre, quizá a ello se deba su cutis cacarizo y ese tic en el ceño. Pero me contuve, la verdad hay heridas que no se deberían de volver a abrir. Además, me imaginé que se llevaba las manos a la frente como recordando de súbito algo desagradable. La verdad es difícil acostumbrarse a lo que uno es, a la cara que le tocó en suerte como para que otra persona nos recuerde algunos de nuestros defectos. Mejor no preguntar nada.

Estaba tan entrado en su charla que, sin darme cuenta del momento en que empecé a ser observado, recibí una indirecta que me hizo pararme de súbito –bueno, con la velocidad que me caracteriza–, pues el mayor dijo al mirarme de soslayo: …y luego hay gente que se aplasta en el pasillo con los pantalones todos mugrosos y ni deja barrer y por más que ven el trapeador ya sobre ellos ni se mueven. Aquí, nadie te va a agradecer lo que haces, a los puercos les gusta vivir en el lodo, pero ni modo, es el trabajo que nos tocó en suerte y hay que ser profesionales, tenemos que tragar, Estiven.   
     Tampoco crean que me paré por ellos, ya venía otro tren y sabía que en ése debía de venir por fuerza mi novia, que llegó tres trenes después a ése y para mi sorpresa a tiempo; pero gracias a que me levanté pude sacudirme un poco la mezclilla y alisarme algunas arruguitas de la camisa, que ni notó por la poca gracia que le causaba mi rostro en ese momento. Pero, para que dejen de sufrir por este vago, les diré que todo terminó bien, afortunadamente me perdonó, quizá debido a mi profesionalismo en aceptar mis pendejadas o a la seriedad de idiota necesitado que tenía mi cara en ese momento; decida usted.


1 comentario:

  1. Creo que una de las chambas más difíciles del escritor (que ahí se ha de ir con la de limpiador del metro) está en la observación y asimiliación de la realidad: los rostros, las palabras, la forma como inciden en nosotros. No sé qué haya de invención y que de anécdota en tus relatos pero el toque está en observar los detalles e interpretarlos del modo que mejor favorezca. Es un talento que no se te discute, hace que uno vea ahí al escritor. Un pecado le veo a esta entrada: la ambición o la obsesión por la extensión. Creo que bastaba con la segunda parte, porque aunque haya alguna relación con la primera, me parece que no terminan de cuajar en un sentido global de ambos relatos y eso se nota, por ejemplo, en lo precipitado de tu conclusión que no vuelve nunca al primer relato y no termina de redondear y unificar el texto. En fin, arrieros somos... y por algo este espacio es para ejercitar.

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