jueves, 8 de diciembre de 2011

El contemplado


No sé por qué en un clima frío me sobreviene el pasado o los recuerdos que quizá ni viví. Tal vez la falta de calor sea propia de la vida retirada, del asceta, del estar a solas consigo mismo y rememorar algunas de las infinitas posibilidades que pudimos o podemos ser.
Desde finales de noviembre mi cuerpo empieza a padecer cierta hibernación: el paso es más calmo, la mirada transita sin premura por todos los objetos y siluetas que se apresuran a su alrededor, la sangre se relaja y arde parsimoniosamente, los movimientos dejan atrás el frenesí, la valentonada; sin embargo, el ansia de mirar rostros y muslos femeninos no cambia, aunque se paladean de distinto modo.
No es ya el relincho lo que impera sino la perversidad. El erotismo empieza a ganar terreno al mero aguijón de la libido; y entonces, unas medias de red, un escote indulgente o unos glúteos bien pertrechados en unos pantalones de mezclilla sin pinzas -porque en este tiempo, un buen voyeur debe saber cuáles pantalones son únicamente espejismos y cuáles nos ofrecen un oasis para saciar la humedad de las pupilas-  hacen que el invierno sea una época de refinamiento sensitivo.
Todo aquello me obliga a mirar con ánimo contemplativo, como el tigre admira la fragilidad y agilidad de su presa antes de aniquilarla -que no es sino otra forma de poseerla. Pues la codicia inicia por el goce estético y por las pocas probabilidades de obtenerlo. En otras palabras, es dejar fluir los sentidos sin ser arrastrado por su corriente que parece acelerarse más y más conforme el año termina.
Es ir en contra del tiempo y el impulso de diciembre que parece querer ser bebido de un trago. La premura nos hace perder instantes que sólo el cuerpo y la mente reposados pueden abstraer y gozar.
Por ello, en este instante me siento desfasado, como si fuera el fantasma, ya no digamos de los demás, si no de mí mismo que está escribiendo, mientras que yo, inexpresable, mudo, lo contemplo desesperado, nervioso, tomando tazas y tazas de café, sufriendo, mirando al horizonte como si allí estuviera el pensamiento que necesita para terminar de escribir esta crónica-artículo-desvarío; lo observo sin que lo sepa, mientras yo aún estoy pensando en la forma que tendrá la primera letra de este texto que no me decido a comenzar. Y quizá, cuando termine de urdir cada letra, sean otras las palabras y otro el contenido que exprese mejor lo que va floreciendo por los ramajes serenados de mi cabeza, mientras éste que está por poner punto final, no ha tenido la paciencia necesaria para apreciar los senderos menos oteados de su mente.

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