miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL DESTINO Y SUS SOMBRAS



La imagen es una historia que, paradójicamente, a pesar de haber sido, está por contarse. Una buena fotografía es como el libro de Las mil y una noches, pues, si es buena, sugerirá mil y una historias al espectador.
La foto del inicio podría ser un fotograma de alguna película de suspenso –pienso en Hitchcock– o la portada de alguna novela policiaca o del género negro. He aquí dos contrarios que se complementan: la solidez de la puerta y la sombra de la mano. Este contraste es lo que me hace intuir una historia. Podría pensar que esa sombra pertenece a la mano de un hombre que, al regresar a casa por diversas razones que está demás contarlas, escucha ruidos en el primer piso, específicamente en la recámara, donde la desnudez y la intimidad tienen sus fueros.
Ese individuo, en un comienzo, no distingue aquellos sonidos o no puede aceptarlos, pero el balazo de gemidos empieza a lamer su mente. No quiere darle realidad a lo que estaba fuera de su mundo, de su horizonte de hace unos minutos cuando creía que era mejor retornar cuanto antes a casa. 

Sube peldaño a peldaño, cada paso va marcando sus latidos, las maderas de la escalera crujen aplastadas por su silencio. Se acerca a la habitación; la sombra va cercando el pomo de la puerta. Su carne está detenida, contempla la sombra de su dedos que avanzan con más seguridad que su propia mano, que los disparos de su cerebro incitándolo a cerrar sus falanges sobre esa redondez, apretarla, ahogarla y girarla desesperadamente.
Se toca el saco, es inútil, no lleva arma, nunca ha llevado, pero por un momento se sintió parte de esas películas que tanto le gustaban. Se lamenta que no fuera sólo un actor, que su casa fuera su casa y no un set de filmación; y que esos gritos y ese sudor que se escurren por debajo de la puerta no sean fingidos. 
Sabe que la pistola está en la habitación, pero ella también conoce el lugar exacto donde él la guarda. Los gemidos son impúdicos, desesperados, un lamento dorado de pescadería. Su esqueleto se empieza a quebrar, las astillas de los huesos se le clavan en los músculos, en la sangre, lo fustigan, siente ya en sus pupilas la quemadura del odio y la tristeza.
Tiene miedo, necesita ser más rápido que su mujer. No debe detenerse a ver la escena, el dolor y la decepción tienen que esperar hasta que tenga sobre sus manos la última carta fría y dura que los condene y juzgue a los tres. Directo al buró –se repite–, jalar el cajón, sacar el arma: un disparo para erguir el silencio.
Por primera vez sabe que la muerte está a un paso. Teme, nunca fue valiente, pero la hombría no es un pensamiento ni una cualidad, es un impulso que lo obliga a castigar y a sentenciar el simulacro de felicidad que ha sido su vida. Imagina el mueble y siente que cada vez está más lejos; sabe que cuando abra la puerta no habrá retorno, pero piensa que no llegará, que son demasiados pasos, pero ya no puede irse, ya no, desde que empezó a subir las escaleras estaba condenado a terminar el acto.
Su mujer sólo tendría que estirar el brazo, ¿sería capaz de dispararle? Sabía la respuesta, si no, ¿porqué aún estaba afuera de la habitación pensando todo esto? Imagina un sinnúmero de posiciones en que los puede hallar; una que le diera cierta ventaja, pero la olvida enseguida, es demasiado obscena para creerla posible. No quiere imaginarla, no puede. Traga saliva y la sombra de su mano parece adelantarse a sus pensamientos, firmemente empuña la manija, está a punto de girarla…

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