jueves, 29 de diciembre de 2011

Tarde de lunes en la Alameda Central



Uno siempre vive cometiendo errores, por eso se dice que es bueno aprender de ellos. Por lo general no afectan a las demás personas, vaya, quizá hieran a los miembros de la familia o a los pasajeros de algún coche, pero hasta allí. Pues un hombre común, un individuo como cualquier otro no puede causar un daño a gran escala. Aunque hay veces que sí. Por torpeza, por falta de cultura, de sensibilidad se puede llegar a atentar contra el patrimonio de una nación o de la humanidad.
En un funcionario público o en algún personaje poderoso estos descuidos por torpeza o falta de cultura o sensibilidad son intolerables. No hablaré de los intencionales, que por obvias razones son imperdonables.
Ahora bien, esta perorata viene a colación porque hace unos días decidí bajarme una estación antes de Bellas Artes para recorrer la Alameda central. Era lunes y el clima estaba agradable –lo único.
Los jardines estaban completamente invadidos por el ambulantaje, al igual que la acera que los circunda. Sé que la gente necesita trabajar, ¿quién lo niega?, pero, al igual que nadie se pone a vender algodones de azúcar dentro de Catedral o –para no ir tan lejos- en cualquier iglesia sin el menor valor arquitectónico o en la casa de usted o en la mía; tampoco se debería permitir hacer negocio en lugares que son patrimonio de la nación o de la humanidad: de usted y mío y de su vecina y de cualquier persona viviente y por nacer     –usted dirá que es innecesaria la aclaración, pero los hechos demuestran lo contrario.
Sé que es por falta de educación, de sensibilidad artística, pero por sentido común se debe respetar lo que no pertenece a unos cuantos, como el Hemiciclo a Juárez. Los leones son estatuas, no juguetes de zoológico para que, ya no digamos los niños, si no los adolescentes se suban en ellos y maltraten algo que le costó meses u años de esfuerzo a alguien esculpir.
Ahora bien, si este error en un ciudadano común y corriente es imperdonable, qué pensar del jefe de gobierno del Distrito Federal. Marcelo Ebrard. Que por sus pantalones manda talar los árboles de la Alameda… Pretextando que están muy viejos y son un peligro, pero que en su lugar replantará y añadirá florecitas para que se vea retechula de bonita la Alameda.
En principio no le veía nada malo a lo que argüía, son árboles viejos, ¿qué duda cabe? Que se planten nuevos, me parece excelente idea; pero ¿cuántos meses han pasado desde que el jefe del DF  anunció reavivar a este pulmón del centro histórico? A la fecha yo veo media Alameda pelona, y dígame: ¿Qué calva es atractiva?
Varias preguntas se me vienen a la cabeza a partir de mi mal andada caminata: ¿cuántos pulmones tenemos en el centro histórico?, ¿de dónde si no de los árboles obtenemos oxígeno?, ¿cuánto tarda un árbol en crecer?, ¿por qué han tardado tanto en plantar nuevos árboles?, ¿por qué se permite el ambulantaje en una zona que pertenece a todos los mexicanos?, ¿por qué la gente se orina atrás del hemiciclo a Juárez –ese siempre ha sido un misterio que me gustaría resolver, bueno a mí y a María Felix, que dios la tenga en su gloria?
Me siento agredido al ver la mutilación de un lugar que ha servido de punto de reunión por siglos, de crítica social, modelo de artistas para plasmar sus obras. Pero al ver la manera en que estamos sembrando escombros y podredumbre en ella, me da por pensar: ¿es éste el parque por donde caminaba Carlota?, ¿en esos charcos verdosos imaginó Mathurin Moreau chapoteando a su Venus y a sus Céfiros?  Porque si es así, yo sinceramente ya no entiendo nada.
El hedor a caño y a meados se entrelazan con el tufo de la grasa quemada de las fritangas y de la basura en descomposición. Los raterillos, los lazos de los puestos, los comerciantes y sus carritos, hieleras, parrillas hacen que el caminante esté atento a no perder el paso y la cartera.
La vista de la Alameda es una invitación a no cruzar por allí. Pero eso sí, los policías, muy monos, digo, charros con sus trajecitos y sus caballitos cagando por todas partes. Claro que ellos tan afables y comprensivos, no les dicen nada, ni a los comerciantes que cuelgan sus lonas en alguna de las múltiples estatuas que hay en la Alameda ni a los párvulos que miden sus fuerzas con la cabeza recapitada del águila o el hercúleo león del hemiciclo a Juárez que –dicho sea de paso– lo saben mansito.
Yo no sé quién aún puede afirmar que la Alameda central sea digna de ser recorrida en la actualidad. Si Ebrard ya empezó las obras para embellecerla –al menos ya taló los árboles–, debería hacer que su charra policía cuidara lo que todavía la falta de cultura e insensibilidad artística y sentido común del ciudadano no han terminado por destruir.  

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