jueves, 1 de marzo de 2012

DESNUDEZ


Uno puede desnudar el alma –según dicen-, o vaya –para dejar el lugar común–, ser sincero con uno mismo –que es otro lugar común; y quizá con los demás –aunque es accesorio. Esto requiere cierta introspección: levantar un millar de espejos en torno nuestro y ver cada una de las aristas que nos conforman.
Claro que, aun en este proceso estimamos unas y desestimamos otras que consideramos demasiado arbitrarias para ser parte del conjunto, aunque muchas veces son éstas las que realmente deberían ser tomadas en cuenta, por el hecho de ser pocos los instantes en que nos expresamos tal cual somos, en que la máscara trasluce ese matiz y sólo ése, presente en todos los actos y gestos de nuestra vida.
Pero, al contrario de esta desnudez, la del cuerpo no necesita un análisis interno, porque la carne irrumpe en la inmediatez, es parte consustancial del flujo del tiempo, de su carcoma. Por tanto, la burla es el primer temor, la primera piedra que seguramente caerá sobre nosotros. Ironía, tal vez, pero gratuita, sin elaborados juegos verbales, sin quebraderos de cabeza; o simple y llanamente una carcajada o una risa discreta y un dedo o una mirada que señale los puntos menos agraciados de nuestra anatomía.  
Ya la mera insinuación de la carne nos predispone a la burla, por lo menos si el cuerpo no tiene, ya no digamos unas medidas apolíneas, si no medianamente aceptables. Es por ello la importancia de la ropa. Es nuestra segunda piel, un segundo cuerpo, un ideal alcanzable y sin mucho esfuerzo –dependiendo de la cartera–, pues oculta, encubre, resalta, recorta, eleva, corrige, etc… Cada vez que nos vestimos, llevamos el ideal de lo que somos y de lo que quisiéramos ver en el espejo al despertar.
     Si no, ¿para qué tanto pantalón de pinzas o wonder bra? La ropa nos protege evadiéndonos de nosotros mismos, pone un espejismo necesario para la convivencia, para poder aceptarnos, para vernos, no como somos, sino del modo en que deberíamos ser –según la deformación de nuestra propia imagen ideal.
Por ello, pienso que los nudistas          –exhibicionistas por naturaleza–, están conformes consigo mismos o con ciertas partes que quieren mostrar, resaltar o presumir; como lo hacen la mayoría de los animales –y de los cuales formamos parte-, para acercarse al objeto de su deseo o simplemente para que el otro los deseé. Por algo el gorila se da golpes en el pecho, el cisne esponja su plumaje, el venado presume su cornamenta, etc… 
Aunque por desgracia, muchas veces ese deseo no se concreta por temor o ciertos resquemores interiores. Nos quedamos desnudos, pero temblando ante la posibilidad de que el otro se quede insensible ante nuestros encantos. Aunque eso es lo de menos o es sólo una de las posibles consecuencias, pues el exhibicionista o desnudista, principalmente lo hace por cierta manía narcisista.
Este narcisismo lo que busca es una ruptura del orden establecido, es rebeldía; pues su discurso enarbola una bandera de libertad, que es el propio cuerpo. Aunque dan explicaciones bastantes raquíticas como decir que llegamos desnudos al mundo.
Por tanto, habría que recordarles que somos parte de una cultura y como tal, lo natural   –la desnudez, al menos la adulta- sería lo artificial, pues a partir del uso de la razón, que, aunque cambiante con la época, sigue conservando valores inamovibles, tomados principalmente de un discurso religioso, que responde, a su vez, a razones políticas y de convivencia social.
Lo íntimo, al estar inmersos en una sociedad, queda confinado a un ámbito privado, minoritario; se vuelve rito, iniciación; pues cuando se devela el cuerpo, y más aún, lo develamos a un otro, nos confronta no sólo con nosotros mismos, sino que nos hace compartir la sinceridad y la verdad de la carne, su fragilidad, que puede llegar a ser, incluso, repulsiva.
Por ello, un cuerpo abierto es herida expuesta que alguien más puede cerrar o dejar abierta, pero al mismo tiempo, puede hacernos partícipes de la suya, para cicatrizar –en el tiempo que dura el ritual– juntos.

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